16 de julio de 2011

Hiperreal


En los tiempos que corren, los medios técnicos han alcanzado un punto de desarrollo tal que casi cualquier producto de la fantasía puede hacerse realidad en la superficie plana de una pantalla. Algunas producciones son tan cuidadas que llegamos a creer que todo lo que se muestra es real. Curiosamente, junto con esa tendencia, esos mismos medios han permitido el surgimiento de otra que inyecta a la realidad una fuerte dosis de hipertelia, es decir, intenta exceder los límites de la realidad, llevándolos a un extremo tal que no podemos dar crédito a lo que nos muestran. Más real que la realidad: hiperreal (diría Baudrillard).  Así, sin efectos especiales, nos dan una especie de bofetada semiótica con signos cuyo sentido no encuentra acomodo en nuestro entendimiento. Por eso, queriendo o sin querer, los enviamos directamente a ese lugar de nuestro espíritu donde lo más importante no es pensar, sino entretenerse. De hecho, si antes se oponían pensamiento y sentimiento; ahora el opuesto del pensamiento es el entretenimiento. Digo todo esto porque acabo de enterarme de la existencia de un programa protagonizado por personas de carne y hueso, que no actúan sino que son como son y confieso que no pude dar crédito a lo que veía y, sobre todo, escuchaba. El programa, que pertenece a lo que el diario La Razón llama “telerrealidad”, se denomina "¿Quién quiere casarse con mi hijo?" Rápidamente, el programa consiste en lo siguiente: una madre y su hijo van a un canal de televisión dispuestos a mostrar las virtudes del segundo con el fin de encontrar a una mujer que se case con él. Éste, al final, podrá escoger si casarse y hacer una vida marital independiente o si rechaza a todas las candidatas y sigue en casa con su madre. El impacto que me generó la mecánica del programa fue tal que aún ahora no tengo nada claro qué decir al respecto. Si alguien tiene un argumento de partida, con gusto lo recibiré y, si puedo, le daré continuidad.

1 de julio de 2011

Europa

Era tan intolerable como un rey soltero.
Roland Barthes
Desde América Latina, muchos ven a Europa como el corazón del buen vivir. El mundo europeo, según el imaginario latinoamericano, es limpio y seguro, la tecnología es discreta pero patente y está integrada a la vida cotidiana con el fin de hacerla mejor. De hecho, la idea de calidad de vida, según ese mismo imaginario, alcanza en Europa su máxima expresión. Del mismo modo, en el plano de las ideas, se piensa que Europa es un lugar de avanzada, un lugar donde las ideas progresistas y las vanguardias surgen y se practican por todos lados. No obstante, luego de vivir un tiempo de este lado del charco y luego de haber matizado bastante el sueño europeo, hay tres cosas que me siguen desconcertando: 1) Los europeos no creen en su propio bienestar, 2) Sienten una pasión desmedida por el futbol y 3) Siguen considerando admisible la existencia de la realeza. En relación con esto último, recientemente se han casado dos príncipes, y el revuelo en ciertos sectores de la población ha sido, insisto, desconcertante. Los periodistas, visiblemente emocionados, han usado expresiones del tipo “el príncipe heredero se dirigió a su pueblo”, “el pueblo espera gustoso que un heredero legítimo al trono”, etc. Aparentemente, parece que un príncipe casado es la gran expectativa de los súbditos y, también, cuando se cumple, un alivio porque esos súbditos tendrán reyes para rato.