24 de diciembre de 2014

Bombón de ajo

Para no dejarlas con el mal sabor de las dos entradas anteriores, quiero desear a mis 15 seguidoras una Feliz Navidad. Si en mis manos estuviera, cumpliría todos vuestros buenos deseos (los malos corren por vuestra cuenta), pero como está en manos de entidades improbables e inconsecuentes como El Hombre de la Pipa, mucho me temo que el cumplimiento se realizará para las calendas griegas. Creo que no mejoró el sabor ¿verdad?

Pipa

Vivo en el centro de la ciudad. Aquí, según me cuentan y por lo que ya he experimentado, es tradición que el agua potable no sea distribuida constantemente. La solución es tener tanques para almacenarla. Sin embargo, a pesar de esos tanques y de los intentos infructuosos de usarla con criterio de escasez, el agua se acaba. Entonces hay que pedir los servicios de una de las personas menos confiables del universo: El Hombre de la Pipa. Es decir, la persona que posee un camión cisterna y cobra por llenar los tanques a domicilio. El Hombre de la Pipa, cuando le llamas, siempre responde, pero no siempre llega. Es un super-héroe inconsecuente: nunca te dice ‘no’, pero su ‘sí’ nunca es de fiar. Ayer, por ejemplo, le llamé para solicitar una pipa y me dijo “Hoy en la noche no puedo, pero mañana antes de las 7 a.m. estoy allí”. Pues bien, estuve esperándolo desde las 6, son casi las 8 y aún no llega. Lo llamé y me ofreció una explicación que se desvía significativamente del compromiso adquirido conmigo: “Tuve que ir a otras dos casas y ya no pude llegar, si quiere paso a las 2 de la tarde.” Anoche mismo, yo, dudando de su palabra le pregunté “¿Seguro pasa?” y me respondió: “Claro que sí. No quiero quedarle mal.” Este es el tipo de actitud que me deja sin palabras y que me hacen desconfiar de la humanidad. Incluso, pienso que El Hombre de la Pipa es una especie de arquetipo del cual provienen casi todos los políticos. 

Mapache

Ayer, por razones que ahora no vienen al caso, vi buena parte de una película animada llamada The nut job. Los animales de un parque urbano, parecido al Central Park de New York, intentan reunir comida para estar abastecidos durante el invierno. El otoño ya ha avanzado más de la cuenta y los animales notan que las provisiones son insuficientes. Liderados por un mapache populista y autoritario, es decir, un líder en el que todos confían, deciden tomar por asalto un expendio ambulante de nueces. El mapache elige a dos comisionados, una ardilla hembra, lista, decidida y ecuánime, y una ardilla macho, tonto, superficial y torpe. Cuando llegan al expendio, otra ardilla macho, tipo rebelde sin causa y defensor acérrimo de su propia autonomía, es decir, un egoísta, ya les ha ganado la iniciativa. Junto con su mudo compañero, una rata, intentan robar las nueces sin que los humanos lo noten. Todo sale mal y el expendio, que tenía forma de carrito, acaba estrellándose contra el árbol donde los animales del parque ya habían almacenado sus escasas provisiones. Puesto que llevaba un pequeño tanque de gas butano, estalla al chocar con el árbol y de lo poco que había no queda nada. El mapache acusa a la ardilla egoísta de desestabilizador y pide a los demás animales votar para expulsarlo del parque para siempre. Los animales dudan, pero luego de un par de enunciados retóricos por parte del mapache, votan a favor del exilio, y la ardilla egoísta se marcha. Este es sólo el comienzo de la película. Luego la trama se va haciendo un poquito más compleja, pero no es eso lo que importa para los efectos de esta nota. Lo que importa es el mapache. Públicamente, este personaje es considerado firme y justo al mismo tiempo. Sus decisiones, aparentemente sensatas, siempre están orientadas al bien común. Sin embargo, detrás del escenario, el mapache es un autócrata clásico. En conchupancia con el topo y un pájaro rojo muy feo, tienen claro que controlar los alimentos es una manera muy efectiva de controlar a las personas. El mapache, aunque ante "el pueblo" decía lo contrario, no estaba interesado en conseguir más comida, sino en administrar la poca que tenía para conservar el poder sobre el resto de los animales sin tener que imponerse por la vía de la fuerza. De hecho, en una segunda oportunidad para conseguir más alimento, ordenó al topo que saboteara a su propia comisión, para que las cosas no cambiaran y seguir al mando de todo. Hoy leí una noticia en El Nacional muy afín a este modus operandi. En Venezuela, para la cena de Navidad, suele prepararse una pierna de cerdo al horno. Platillo que allí denominan ‘pernil’. He aquí lo que dice la nota:
Una larga cola de consumidores se formó ayer en la parroquia Altagracia, en Caracas, porque en el lugar se instaló un puesto móvil de Pdval en el que expendían pernil en 80 bolívares el kilo, el mismo que en carnicerías se consigue entre 430 y 500 bolívares.

Los clientes estuvieron varias horas esperando para adquirir una pieza, que era lo que vendían por persona. “También hay leche en polvo, café regulado, azúcar y hasta aceite”, dijo una de las personas que estaba en la fila desde temprano en la mañana y que a mediodía seguía sin poder entrar.
El ministro de Alimentación, Yván Bello, informó desde el estado Zulia que este año el gobierno ha distribuido 4,5 millones de toneladas de productos a través de sus cadenas de mercados, reportó AVN.

No sé a ustedes, pero a mí toda esa campaña, y casi todo lo que decide el gobierno bolivariano, me huele a mapache.

19 de diciembre de 2014

Preguntas

¿Qué es lo que pide la gente cuando pide justicia? ¿A quién se la piden? Digamos que cuando piden justicia piden un estado o condición donde los acontecimientos sean tales que no haga falta pedir justicia. Digamos, además, que le piden justicia a quien es capaz de proporcionar ese estado. Las preguntas serían, entonces, muy parecidas aunque más complejas, y, sin duda, más operativas: ¿Cómo sería ese estado? ¿Quién sería ese quien?

18 de diciembre de 2014

Reflexión

A veces me siento con ganas de hacer una que otra reflexión teológica, no porque sepa mucho de Dios, sino por aquello que decía Borges: Cualquier hombre inteligente puede ser un teólogo y para eso no hace falta la fe. Seguro que no pocos objetarán que eso de considerar desde mí mismo y a priori que soy un hombre inteligente es una falta de todo, pero en mi descargo diré que al menos soy haplofrénico, es decir, que tengo una inteligencia simple, así que puedo por un instante jugar el papel de teólogo simple. Hecho este preámbulo, va mi reflexión, seguida de otras que no son tan chéveres como la primera: Dios no es un operador, sino un punto de referencia para los que operan. Sé que este tipo de epigramas puede resultar molesto para algunos creyentes, pero aquellos que se molestan ¿pueden probar lo contrario? Sé también que la cuestión de Dios o, mejor dicho, su existencia no se mide en términos de operaciones, es decir, qué realiza y qué no. Se mide o determina a partir de la fe y de la esperanza. El que se molesta cree que Dios existe y espera que Dios opere. Probar su existencia o el modo como hace o deja de hacer cosas, no es relevante. Dicho de otra manera, lo que realmente importa, en el caso de los que se molestan, es que Dios puede llegar a hacer algo, no que en efecto haga algo. Sin embargo, en el caso de mi reflexión teológica de poca monta, lo que importa es el hecho, todavía por comprobar, de que Dios está en el comienzo del acto; no en el acto mismo. Y está ahí para que el operador inicie o complete su acción por la vía de la comparación con un modelo ideal. En este sentido, Dios es más afín a una idea que a un acto. Dios tiene forma de entendimiento con arreglo a un acto, no de realizador en sí.

17 de diciembre de 2014

Viva


Supe de la existencia de México por las películas protagonizadas por Tin-Tan, Pedro Infante, Jorge Negrete, Cantinflas… Aunque fueron producidas en los años 40 y 50, yo comencé a verlas a mediados de los 80. Las tardes dominicales, si mal no recuerdo del canal 8, estaban dedicadas al cine mexicano. Dicho rápidamente, me fascinaban. Yo las veía como un niño ve las caricaturas, es decir, estableciendo una relación directa entre el disfrute estético y la imaginación. Sobre todo, me encantaba el espíritu de aventura de aquellas películas. Dos hombres que a caballo iban de pueblo en pueblo cuando había feria, llegaban alegres, cantaban, bailaban y se enamoraban de las mujeres más bonitas del lugar, quienes a su vez correspondían a su amor. O un famoso cantante que se pierde en el camino y es tomado por un vagabundo por una familia adinerada que lo adopta. O un joven esperanzado que viaja por todos los pueblos de Michoacán en busca de fortuna, pero que es traicionado por la humanidad y acaba siendo un alcohólico tragicómico. Y así podría seguir por mucho rato. Todas esas historias plagaron el final de mi infancia y aún hoy forman parte de mi vida. También en ese tiempo emitían El Chavo del Ocho y El Chapulín Colorado. Dos series televisivas de los años 70 que, sin temor a exagerar, hicieron tanto o más que el cine de la época de oro. No explicaré aquí de qué se trataban, pero para mí, niño pobre, el Chavo era una especie de vicario de mi condición y, al mismo tiempo, todo aquello que en modo alguno quería ser. Era un anti-modelo. El Chapulín, por su parte, era también una especie de super-héroe, pero para mí era motivo de risas. Todavía recuerdo cuán relajante me resultaba. En el plano profundo, digamos, tanto las películas como las series ofrecían un espectro condensado de la cultura mexicana. Palabras, objetos, acentos, valores, etc., fueron configurando un estereotipo personal que luego, cuando comencé a visitar México, en parte se comprobó y en parte no. De hecho, cuando llegué a este país, en las escasas ocasiones en las que hablé de los productos de Roberto Gómez Bolaños, las reacciones fueron negativas. El Chavo y el Chapulín eran considerados personajes nefastos que no representanban para nada al mexicano o, en todo caso, contribuyen a naturalizar la pobreza, la impertinencia, la pereza, la viveza, etc. Todos rasgos negativos que, según mis interlocutores, el mexicano no posee. A todo esto se suma la firme convicción de que esas producciones fueron creadas por los centros de poder para mantener al pueblo en estado de pasividad, mientras esos centros se aprovechaban de los recursos materiales de la nación. A mí todo eso me desconcertaba y me sigue desconcertando. No porque mis interlocutores sean unos Grinch psicopolíticos, sino porque creo que hacen a un lado una serie de variables que, falsas o no, han tenido un efecto concreto de penetración cultural. Así como nos resulta normal comer perros calientes sin pensar en el imperialismo yanqui, muchas personas gustan de los mariachis sin pensar en que no todos los mexicanos son charros. Si yo pregunto a cualquiera cuál es la música típica de mi país, nadie sabe; pero si pregunto por la de México, difícilmente alguien dirá no sé. ¿Qué se come en Paraguay? No sabemos. ¿Qué se come en México? Tacos y picante. Ese conocimiento básico (que cualquier mexicano pudiera refutar porque conoce con más detalles su cultura) ha permitido que México forme parte del imaginario mundial, y el medio cinematográfico y el medio televisivo han jugado un papel clave en la distribución global  de esos dispositivos culturales. Sé que algunos mexicanos se hubieran sentido satisfechos si en lugar del Chapulín se hubiera hecho una serie llamada Las Aventuras de Tepoztécatl, pero no ha sido así. Y junto con toda su riqueza y complejidad cultural está ese cine y esa televisión que, la verdad, a mí siempre me resultaron edificantes. Viva México.

12 de noviembre de 2014

Naranja

Todos morimos, pero no de la misma manera. Eso cualquiera lo sabe. Lo que nadie sabe es cuándo ocurrirá el lance final. Acaso por eso preferimos distraernos y no pensar más de la cuenta en algo que sólo podemos controlar a medias y provisionalmente. En general, nos impresionan más los momentos previos a la muerte. Hace poco tuve una conversación con una de mis hermanas cuyo tema central era, precisamente, esos momentos a propósito del fallecimiento reciente de un vecino muy querido. Transcribo parte de la conversación (comienza mi hermana):
—J.J. murió de un problema en el hígado. Para nosotros fue muy triste porque él iba mucho a la casa y compartíamos mucho. M. y C. fueron a visitarlo al hospital y lo vieron anaranjado. Supuestamente, lo iban a dar de alta la semana siguiente. Pasaron dos semanas y murió.
—¿Anaranjado?
—Sí. M. dice que la piel la tenía entre amarilla y roja. De hecho, cuando su mamá enfermó, yo fui a visitarla.
—¿Estaba anaranjada? ¿También murió?
—Sí. Yo no sé de qué murió ella, pero se puso muy flaca y anaranjada, con la piel como delgadita y finita. Ay, hermano, mejor hablemos de cosas felices.

Más allá de la noticia, la referencia cromática me hizo pensar en García Márquez y en Cunqueiro, gentes de realismo mágico. Nunca me había pasado por la cabeza que la muerte se anunciara con un color tan luminoso y siempre asociado con la vida saludable. Sin duda, un anuncio agridulce.

11 de noviembre de 2014

Adorno

Anoche tuve un encuentro con una rata (o algo parecido). Estaba detrás del refrigerador. Al principio no la veía; sólo la escuchaba. Hacía ruido de rata. Roía algo que a su vez hacía ruido al morderlo. Me asomé y, en efecto, era una rata enorme. Busqué un objeto contundente que me permitiera darle muerte sin acercarme demasiado. Obviamente, una escoba. Armado de valor, calculé la distancia y lancé mi primer ataque. La rata reaccionó chillando e intentó huir reptando por la pared. Me sorprendí porque no era normal que una rata hiciera eso. Luego noté algo que era todavía más inusual. La rata, mientras huía, adoptaba el color del fondo, como un camaleón. Lancé otro ataqué, pero esta vez la rata en lugar de huir enrolló su rabo en el mango de la escoba, como si fuera una zarigüeya. Grité para que vinieran en mi auxilio. Acudió mi esposa que al ver el animal no pudo evitar gritar, no sé si de miedo o de asco. “Pégale con algo en la cabeza”, le pedí con tono de desesperación. La rata, imagino que también desesperada, imitó el color azul de las cortinas. Mi esposa no sé de dónde sacó un martillo, y con furia pero con poco tino comenzó a darle martillazos a la rata que poco a poco se fue despedazando. Su cabeza, que era más grande de lo usual para una rata, se desprendió de su cuerpo y dio con el piso haciendo un ruido seco, como si estuviera hecha de papel maché. Su hocico quedó abierto dejando ver sus horribles dientes y la punta de su lengua que, a todas estas, era bífida como lengua de serpiente. Para nuestro asombro, aquel extraño ser no derramó ni una gota de sangre. De hecho, los trozos de su cuerpo desaparecieron inexplicablemente. Sólo quedó aquella cabeza azul endurecida con mueca de último estertor. “No quedaría mal en la mesa de la sala”, dijo mi esposa. “No, no quedaría mal”, le respondí, y desperté.

10 de noviembre de 2014

Lujo

Hoy un estudiante me decía amablemente que había una relación inversa entre las expectativas que yo tenía para con él y lo que él podía “dar”. Mientras yo esperaba mucho, él podía dar poco. He de confesar que su sinceridad me conmovió, pero luego pensé: Esta correlación negativa ¿a dónde nos lleva? La respuesta es más o menos evidente: a lo que Bataille llama un ‘gasto improductivo’, es decir, a un lujo; en este caso un lujo con dos aristas. Ambos gastamos sin producir efectos positivos, sólo que él gasta por defecto y yo por exceso.

Simplificación

En algún lugar que ahora no recuerdo, Henry James decía que la mayoría de los males de la vida provienen de la exageración; yo agregaría: y también de simplificar más de la cuenta (afirmo esto a despecho del quid de este blog). En efecto, una simplificación exagerada sólo produce efectos que coartan o frustran la comprensión. Por ejemplo, una de estas simplificaciones —muy habitual, por cierto— es afirmar que el gobierno y el Estado son una y la misma cosa.

12 de octubre de 2014

Indolencia

Hoy hemos tenido un caso de indolencia pura y dura. Nos hemos enojado, como es natural que ocurriera. Hemos reclamado, como era de esperarse. Y, por cosas de la coherencia, el indolente no ha hecho nada por reparar el perjuicio que nos causó. Al enojo se sumó la impotencia y pasado un rato la resignación ganó la partida. Ya cerca de la medianoche —todo ocurrió a eso de las 3 de la tarde—, un poco adormilado, pienso en el acontecimiento a distancia e intento buscar su lado simple. No lo encuentro. Procuro hallar una justificación y, aparentemente, tampoco la tiene. Entonces, ¿qué pensar? Nada. Creo que en este caso y en casos análogos no hay nada qué pensar; nada qué justificar. Ninguna inteligencia, ni simple ni compleja, puede sacar algo en claro de la indolencia radical. Ante gente así, que actúa violentamente, es decir, que actúa como si viviera sola, estamos completamente indefensos, y es un signo más o menos evidente de que por ese camino la humanidad se pierde a sí misma.

30 de septiembre de 2014

Dos

Hay el mundo de la razón y el mundo del azar. En el primero, los acontecimientos son el producto de la activación de leyes ineluctables, sean o no naturales. En el segundo, nadie sabe con certeza por qué ocurren las cosas. En el primero, la causa y el efecto son los protagonistas. En el segundo, el destino, Dios, la suerte, la magia, los astros, etc., producen todo por medios siempre misteriosos. Y así como hay mundos, hay gente. Algunos viven deduciendo causas a fuerza de filosofemas y otros andan esperando que algo suceda en cualquier momento, convencidos de que la lógica no puede explicar esa inminencia. Confieso que los segundos me resultan más simpáticos que los primeros; los que van a misa no tanto, pero sí los que juegan lotería o los que dan gracias porque salieron sin paraguas y no llovió, o porque fueron al mercado por algo de verduras y se toparon con el amor de su vida.

Elemental


Hoy llegó a mi dirección electrónica un mensaje realmente alarmante: una persona difunde una lista de los jóvenes manifestantes venezolanos detenidos por el gobierno de su país por protestar en contra de ese mismo gobierno. Digo jóvenes porque quien inicia la cadena proporciona los números de la cédula de identidad y la mayoría comienza por 20 millones, es decir, que no tendrán más de 25 años. También dice que los familiares no deben saber del paradero de sus hijos porque nadie los espera. Suponiendo que esos jóvenes sean culpables de un delito gravísimo, cosa que dudo dada la cantidad de detenidos (37), igual tienen derecho a una legítima defensa y, sobre todo, a notificar a sus familiares sobre dónde han sido encarcelados. Elemental, pero no se hace.