15 de febrero de 2014

Ceguera


Ciego no es sólo aquel a quien un ofuscamiento fisiológico le impide ver. Ciego es también el que por voluntad decide no ver. En el plano político, esta ceguera selectiva es habitual. El político malo  (por calificarlo de una manera simple) no es el que gestiona la vida pública en nombre y a favor de los otros, sino el que durante esa gestión decide ver unas cosas y otras no. En Venezuela, por ejemplo, desde hace ya 15 años, el gobierno nacional ha sido ejercido por una banda de ciegos selectivos. Combinando su voluntad de no ver con un discurso demodé y delirante cargado de tergiversaciones ideológicas, y con la reducción de las relaciones cotidianas a una economía de la subsistencia y de la pugnacidad, han creado, profundizado y dado largas a una crisis social que está a punto de hacer erupción. No es cierto que Venezuela avance hacia la paz, como dicen los comunicados emitidos por ese gobierno. Lo que sí es cierto, y ese gobierno no quiere ver, es que la cotidianidad del venezolano promedio está marcada por la inseguridad y la violencia, por la escasez y la frustración. Hay muchos seguidores del gobierno nacional que también han decidido hacerse los ciegos porque son beneficiarios de privilegios de poca monta y porque están ciegamente convencidos de que en algún momento las promesas del gobierno se cumplirán y serán felices; no importa si en el proceso hay miseria y muerte, la tierra prometida lo vale. Pero, más allá o más acá de esos seguidores (quienes, por cierto asumen y practican acríticamente el manido slogan “patria, socialismo o muerte”), las calles nuevamente han sido tomadas por los que sí ven y, sobre todo, por los que están dispuestos a mostrar lo que en efecto sucede en el país. Como era de esperarse, la respuesta del gobierno central ha sido contundente y lamentable: estudiantes muertos y heridos y algunos desaparecidos, aparentemente, por oficio de las mal llamadas fuerzas del orden público. Para mí, esa respuesta no es un signo de fortaleza sino de debilidad. Más aún yo diría que se trata de miedo a perder el poder o, mejor dicho, de dejar de ser inmunes a la luz de tanta terrible verdad. El presidente de Venezuela, con aires de fanfarrón inexorable, declara una y otra vez que aplastará a los manifestantes porque son fascistas (sic), desestabilizadores, títeres del imperialismo, etc. Incluso ha ordenado bloquear la transmisión de imágenes a través de las redes sociales. Es como si dijera: “Yo no quiero ver y haré lo posible porque nadie vea.” En fin, otra vez los venezolanos (no todos, pero sí muchos) han salido a pedir una vida mejor y, aparentemente, ya no quieren seguir viendo en el poder (y no por ceguera sino por dimisión o cárcel) a quienes tal vez sean los peores gobernantes que ha tenido el país.

8 de febrero de 2014

Sombra

No me olvidarás. La luna arrojará sobre ti la sombra de mi beso. No me olvidarás. Espera y verás eso. Estas palabras, mal traducidas por mí, forman parte de una canción que se llama “You won’t forget me”.  Más allá o más acá de su sentido, cada vez que la escucho no puedo evitar detenerme en ese verso y tratar de imaginar cómo será la sombra de un beso.

Desgraciados

En días recientes, mientras escuchaba distraídamente el noticiero, noté que hablaban de mi país; cosa rara por estos lados. Di un salto y presté atención a los últimos detalles de la nota: Venezuela encabeza las estadísticas en la categoría ‘número de muertes violentas’. En realidad ocupa el segundo lugar. En el primero está Honduras; en el tercero, Guatemala. México, recalcó el locutor acaso con cierto alivio, no se encuentra entre los diez primeros. Al escuchar esto me sentí terriblemente desalentado. Es triste saber que el país donde pasaste buena parte de tu vida es noticia sólo cuando suceden cosas negativas y no lo contrario. Nadie dice Venezuela encabeza la lista de los países productores de microchips. No se escuchan noticias del tipo Venezuela encabeza la lista de los países que más respetan los derechos humanos. Claro, no se dice eso porque simple y llanamente no sucede. Los venezolanos (cada uno con su cuota de responsabilidad) han decidido vivir de la peor manera posible. Unos llevan consigo armas y siempre que el fuero interno, que por lo general es caprichoso, lo exija las usan para acabar con la vida de alguien. Digo 'alguien', pero la cifra de personas que mueren así es alarmante (de allí la estadística de marras). Los venezolanos parecen vivir regidos por este principio fatal: Si se dañó, así se quedó. Aunque la traducción de ese principio en realidad es: Lo dañamos por ignorancia o por voluntad y ahora algunos no sabemos cómo repararlo, otros no quieren repararlo y unos cuantos prefieren dañarlo aún más. En fin, y volviendo al tema central de esta nota, en Venezuela parece que no pasan cosas buenas dignas de ser contadas. De ella sólo se habla si su actual presidente dice alguna sandez, si una de las incontables venezolanas bonitas gana el Miss Universo, o si algún indicador de desgracia psicosocial determina que, en efecto, somos un país desgraciado.