28 de julio de 2014

Sueño


Hace un par de semanas estuve en el Village Vanguard, para muchos el templo del jazz desde hace más de 50 años. Por fortuna, tocaba el trío de Fred Hersch (John Hébert, bajo; Eric McPherson, batería), del cual el Wall Street Journal afirma que es «One of the major ensembles of our times». Más allá del estupendo concierto, no pude evitar distraerme en tonterías de jazzófilo empedernido: Estoy aquí, a un paso del escenario donde tocaron John Coltrane, Bill Evans, Sonny Rollins, Dexter Gordon, Lee Konitz, Martial Solal, Keith Jarrett, Joe Lovano, Wynton Marsalis… Confieso que esa especie de visión retrospectiva y de sintonía metafísica con los genios ausentes, junto con la música de Hersch, el verde de las paredes, las fotos, las mesas diminutas sólo para dos, y el rostro emocionado de mis vecinos, me hizo experimentar lo que Paul Ricoeur llamaba “sentimiento sin nombre”, es decir, un sentimiento que se da sin depender del significante, cosa que suele suceder con el jazz. Sin duda, estar en ese pequeño sótano triangular fue un sueño hecho realidad y la principal gestora de esa realización fue Karla: T.A.

Ficción

Para relajarme, veo Suits, serie estadounidense creada por Aaron Korsh. No vayan a pensar que conocía yo a Korsh. De su existencia me enteré a través del estupendo y muy informativo sitio Internet Movie Data Base. Hurgando un poco más en ese mismo sitio, supe también que este señor formó parte del staff que produjo la ya legendaria sitcom Everybody loves Raymond. No siempre me gustó, pero algunos de sus capítulos me resultaron desternillantes. Suits no es una comedia; tampoco un drama. Acaso sea una combinación de ambas, pero eso no es lo que importa sino lo que me genera: bienestar. A diferencia de muchas de las series producidas últimamente en el país del norte, cada capítulo de Suits (al menos hasta ahora) tiene un final feliz. Esto demuestra que, lamentándolo mucho, Suits pertenece estrictamente al terreno de la ficción.

6 de julio de 2014

Palabra

Siendo yo un adolescente, cada domingo me entretenía con una sección de El Nacional llamada Papel Literario. Como fácil se desprende de su nombre, la sección estaba compuesta por textos pertenecientes al mundo de la literatura y a lo que cualquier pedante no dudaría en llamar intelectualidad. Yo, simple como era, en modo alguno encajaba en esta última categoría y, en cuanto a la primera, en ese entonces no era más que un jovenzuelo con unos centímetros más de ignorancia que los que tengo ahora. No obstante leía y coleccionaba esa sección porque los textos eran para mí una fuente de placer estético y, también, de descubrimiento y asombro del lenguaje. Me enteraba por aquellos artículos de que las palabras no sólo servían para decir esto o aquello siempre con una finalidad práctica más o menos definida, como en la frase pásame el azúcar. Las palabras también producían efectos que excedían cualquier finalidad comunicativa y me ubicaban en el ámbito de la imaginación y de la sensibilidad, como en el verso “meu coração, alentejo de orvalho” (mi corazón, planicie de rocío). Pues bien, en el Papel Literario había una columna firmada por Kotepa Delgado llamada Escribe que algo queda. Hoy, triste como me siento y sin poder hacer mucho para remediar la tristeza, recordaba esa frase aunque mi estado de ánimo le dio una interpretación completamente diferente a su significado original. Delgado, a partir de ese título y sobre todo con sus artículos, quería dejar una especie de herencia; según yo, insisto, torcido hermenéuticamente por mi estado anímico, pensaba que hay circunstancias en la vida en las que no puedo hacer nada sino escribir. Sé que es una interpretación disparatada, pero ahora que el absurdo me ha ganado la partida lo único que me queda es la palabra. Y esa palabra, que no figurará en esta entrada, es para una de las seguidoras de este blog, amiga entrañable, que recién falleció. Bakean atseden.

5 de julio de 2014

Vudú

Buscando en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la palabra ‘vudú’, encontré esta definición: Cuerpo de creencias y prácticas religiosas que incluyen fetichismo, culto a las serpientes, sacrificios rituales y empleo del trance como medio de comunicación con sus deidades, procedente de África y corriente entre los negros de las Indias Occidentales y sur de los Estados Unidos de América.” ¿Por qué es importante aquí la palabra “negros” para referirse a las personas que practican esta religión? Si hubiera en Suecia prácticas religiosas que siguieran, por ejemplo, a Odín ¿el Diccionario consideraría importante como rasgo definitorio el color de la piel de los suecos? Además, esto de las “Indias Occidentales” es una forma colonialista de referirse al continente americano. Es un signo evidente de legitimación de los desmanes cometidos por los españoles en los tiempos de la conquista e invasión de ese territorio. Igualmente, si se lee de cerca, los Estados Unidos son reconocidos como una región diferencial, aparte, mientras que el resto de América queda integrada en una categoría geográfica indiferenciada. Por su parte, las personas que llaman “negros” sufren el mismo destino: se los refiere como si fueran una y la misma cosa; como si no hubiera “negros” católicos, cristianos, etc. En fin, pienso que se trata de una acepción desafortunada cargada de prejuicios que requiere ser revisada, no para hacerla políticamente correcta sino para que incorpore los inocultables matices de la diversidad, por un lado, y, por el otro, el necesario reconocimiento del Otro en el plano de la equidad existencial.

2 de julio de 2014

Merecimiento

Por lo general, cuando se usa el verbo merecer, se hace referencia a la cuarta acepción que figura en el Diccionario de la Lengua Española, a saber, “Hacer méritos, buenas obras, ser digno de premio.” No obstante, merecer no pertenece exclusivamente a la esfera del Bien. La primera acepción del mismo diccionario lo deja suficientemente claro: “Dicho de una persona: Hacerse digna de premio o de castigo.” Es decir, hay personas que merecen cosas buenas, y hay personas que merecen cosas malas. Yo pertenezco a este segundo grupo. No crea el lector que tiendo a la auto-victimización. Todo lo contrario, raras veces creo desempeñarme por debajo de mis facultades. Cuando actúo, intento hacerlo de manera óptima. Sin embargo, nada de eso ha sido redituable. En el plano de las acciones interpersonales, ningún beneficio, ni material ni afectivo, he conseguido. Casi siempre, el carácter adverso del resultado me toma por sorpresa y me deja en una posición de desconcierto radical. Ustedes dirán Si le pasa siempre, ¿por qué se sorprende? La respuesta es sencilla: porque siempre todo indica que al final es altamente probable que suceda otra cosa; una cosa buena, digamos. No me sorprendo como el animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Me sorprendo como se sorprende el optimista o el honesto. Si actúo de buena fe ¿por qué habría de sucederme algo malo? Así pienso, pero luego el resultado es muy otro. No es fácil vivir así, lo confieso. La tentación del escepticismo, cuando no del nihilismo, siempre está a la vuelta de la esquina, pero no he caído. ¿Qué hago? Me resigno. Eso es lo que hago. Me conformo con las adversidades y sigo adelante con la esperanza de que en algún momento la correlación entre mis actos y la respuesta que el Otro da a partir de esos actos sea positiva.