25 de febrero de 2011

Infelicidad

Por lo general, la ortodoxia, aun mostrando los argumentos lógicos que la sostienen, no supera la prueba del sentido común. Por ejemplo, si usted le pregunta a un militar si su vida es buena, le dirá que sí y, probablemente, cuestionará el desorden propio de su contraparte, es decir, de la vida civil. No obstante, si usted se detiene a pensar en la vida del militar y la menudea un poco, muy pronto notará que carece de sentido, esto es, notará que se trata de un conjunto de hombres que tomaron la decisión de vestir todos de la misma manera cada día de su vida; que consideran que hay personas superiores y hay personas inferiores; que asumen que es regla inquebrantable obedecer a los primeros y mandar a los segundos; que están convencidos de que para resolver un conflicto entre bandos contrarios es legítimo usar armas, es decir, que forma parte del Bien matar al otro para lograr justicia; que invierten un tiempo considerable en aplicar técnicas de ingeniería para fabricar armas sofisticadas casi infalibles (i.e. casi letales) y que se adiestran  con denuedo para usar óptimamente esas armas, es decir, para no fallar a la hora de matar; que, por eso, adoptan para sí una denominación francamente temible: “fuerzas armadas”, etc.  Desde mi perspectiva, sin considerarme un dechado de sensatez, pienso que esos rasgos y prácticas propios de la ortodoxia castrense están más cerca del cuestionamiento que de la aprobación. Una organización de uniformados que se apegan a una jerarquía basada en el tándem sumisión/dominación y que tienen la destreza y la licencia para matar usando las peores de las armas, es una organización que atenta contra la existencia humana en el presente y de cara al futuro. Cuando un miembro de esa organización se convierte por fuerza o por voluntad popular en gobernante de una nación, es casi seguro que sus habitantes se dirigen hacia la maximización de la infelicidad psicosocial cuando no a la disolución parcial o total de esa nación, que es más o menos lo mismo.

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