8 de abril de 2014

Traición

Estoy convencido de que confiar es mejor que desconfiar. No obstante, la confianza no siempre es correspondida. La traición es moneda común y la única protección o defensa posible consiste en mantener un actitud de suspicacia flotante. Sé que la palabra traición es una palabra fea o, si se quiere, dramática, pero a veces creo inevitable utilizarla. ¿Qué sucede cuando una persona traiciona a otra? Sucede una ruptura de todos o casi todos los lazos que las mantenían unidas. Es un resultado más o menos elemental: Estoy contigo porque en ti confío; si faltas a esa confianza, ya no es posible seguir estando contigo. Claro, siempre está la posibilidad del perdón; es decir, no tomar en cuenta la traición o, mejor dicho, asumirla como un resultado que no afecta la continuidad de la relación. En el caso del perdón, es necesaria una templanza que no muchas personas poseen. Así que la relación entre la traición y el perdón es inversa: mucho de la primera y poco del segundo. Algunos dicen que hay que ejercitarse en el perdón porque ese ejercicio nos conduce hacia la felicidad. Otros afirman tajantemente que perdonar es un signo de debilidad de carácter, incluso afirman cosas del tipo “olvido pero no perdono”.  Yo pienso que hay que relacionarse de manera tal que no sea necesaria la traición y en consecuencia que no haya que acudir al perdón. ¿Utopía? Tal vez, mientras si te cuesta perdonar evita traicionar.

Simple

No sé si la calle me sensibiliza o si ya estoy sensible cuando callejeo. Sea una cosa o la otra, lo cierto es que fácilmente cedo ante la acción semiótica (los signos) y patética (los afectos) de los agentes callejeros. Cerca de mi casa, justo en la esquina, hay un quiosco. Por las mañanas venden periódicos y el resto del día ofrecen revistas que  pienso que nadie compra. Sin embargo, el quiosco permanece abierto hasta ya entrada la noche. El otro día, pasaba por allí de regreso a casa y fui testigo de un evento singular. Una señora cantaba acompañada por un señor que tocaba la guitarra. Al aguzar mis sentidos, me pude percatar de lo que sucedía: celebraban un cumpleaños. Esas tres personas (la cantante, el guitarrista y la cumpleañera, es decir, la señora que atiende el quiosco) estaban de fiesta. De hecho, la señora que atendía el negocio usaba uno de esos pequeños capirotes de cartón habituales en las fiestas infantiles. Debo confesar que aquella escena me conmovió y me hizo pensar en lo simple que puede ser la vida a la hora de compartir la alegría de haber nacido.

Voluntad

Hace unas semanas vi un partido de fútbol que en México es considerado un clásico, Águilas de América vs. Chivas de Guadalajara. Dicho rápidamente, los primeros hicieron cuatro goles y los segundos ninguno. Pero esto no fue lo que me llamó la atención, sino la intención palmaria de lavarle la cara al espectáculo luego de las atrocidades cometidas por los seguidores de las Chivas. Días antes, las barras bravas de Guadalajara protagonizaron una especie de arrebato de violencia donde acabaron asesinando a un policía e hiriendo gravemente a unos cuantos más. Todo el mundo puso el grito en el cielo, hubo detenciones, acusaciones, golpes de pecho y unos días después, durante la realización del clásico, todo estaba arreglado: se prohibieron las barras bravas, antes de entrar al estadio unos militares revisaron exhaustivamente a los aficionados y los locutores una y otra vez afirmaban que se trataba de un espectáculo pacífico, donde los partidarios podían disfrutar sin agredirse los unos a los otros. No creo que sea prudente cuestionar esta confluencias de voluntades a favor de un negocio tan importante como el fútbol. Digo más bien que sería bueno que esa coalición por la paz y el buen funcionamiento de los colectivos en torno a un evento que la verdad no es de mucha utilidad, se canalizara hacia otras necesidades y problemas más urgentes. Creo que el éxito estaría garantizado; sólo falta voluntad.

Inocente

Hace poco, por razones más didácticas que estéticas, leí nuevamente “El día del derrumbe” de Juan Rulfo. Como he dicho en otras ocasiones, es una joya de la literatura. Entiéndase por este juicio que me gusta mucho, no que pasaría todas las rigurosas pruebas de los críticos literarios o que éstos accederían fácilmente a colocarlo en el Olimpo de los Letrados. Siendo, pues, un cuento donde la memoria juega un papel relevante, me dio por recordar. Leí “El llano en llamas” cuando mi adolescencia era diferente a la de ahora. No era yo muy ducho en los asuntos literarios y mi acercamiento o, mejor dicho, mi lectura era ingenua y desprejuiciada; incluso me atrevería a decir que era inocente. No había yo alcanzado la edad de la discreción y leía sin juzgar ni maliciar. Rulfo fue uno de mis primeros acercamientos a México, pero en aquel entonces ni siquiera sospechaba mi destino, y sus palabras despertaban mi imaginación siempre dolida y fácilmente seducida por la desdicha. Aquellos cuentos me producían una sensación de desolación, de desconsuelo, de resolana y, por ende, de calor o, si se quiere, de sofoco. El de Rulfo era para mí un mundo más bien triste, vigilado desde lo alto por zopilotes, que en mi tierra llaman zamuros, y con mucho maguey a la vera del camino. Era un mundo ventoso y polvoriento, como algunos tramos de la ruta hacia San Corniel, tres curvas antes de llegar al sendero que remontándose llevaba a la Cueva del Indio. De hecho, en mis frecuentes incursiones montaraces hacia Los Manguitos y La Quebrada de Santa María, solía visitarme el fantasma de aquella atmósfera rulfiana. Hoy, que cada día respiro parte del aire que Rulfo en su tiempo respiró, y un poco acicateado por la lectura del cuento aquel, siento nostalgia de mis primeras lecturas y de aquellos montes por los que tanto anduve.