23 de enero de 2011

No sé

En los primeros 17 días de enero, 186 personas han sido asesinadas en Caracas, es decir, casi 11 personas diarias. Al mismo tiempo, el gobierno nacional anuncia que invertirá 70 millones de dólares, no en seguridad ciudadana, sino en el tendido de un cable de fibra óptica de 1.600 kilómetros de largo para conectar a Cuba a Internet. No sé qué es más sorprendente, si las noticias de Perucho o las de Venezuela.

Ignasi

Soy curioso de noticias imaginarias. Así que de vez en cuando leo uno de los artículos del «Monstruari Fantàstic» de Joan Perucho, aunque, como es bien sabido por las pocas personas que me conocen, mi cronista favorito en este respecto es Alvaro Cunqueiro. Hoy abrí el libelo que les digo en la página 45, dedicada a Ignasi d’Hervés i Albuyol, marqués de Santositio. Huérfano a muy temprana edad, su sensibilidad medró viendo pasar el río Onyar (a la altura de Girona) y leyendo poesía. Ya de adulto, apenas entró en posesión de su título y de su fortuna, decidió viajar por el mundo. Su primera escogencia fueron las Antillas Neerlandesas; la segunda, China. Allí pudo capturar vivo un Tou Fou, ser fabuloso aficionado a desenterrar cadáveres. Logró domesticarlo y al abandonar su vida aventurera lo llevó consigo a Londres donde hizo residencia. Sus días transcurrían entre la placidez y la melancolía, cuando conoció a Madame Tussaud, mujer peculiar que por entonces se dedicaba a montar un «Museo de los Horrores» elaborando unas figuras de cera cuyo realismo pasmaba. Ignasi se enamoró perdidamente de la Tussaud y colaboró con algunas figuras, hasta que los detectives londinenses intervinieron: habían encontrado flotando en el Támesis varios cadáveres vestidos de formas realmente extrañas. Nuestro marqués huyó a Francia y más tarde, en 1829, publicó en Madrid el libro que lo hizo famoso: «L’home fi al gust del dia», donde hablaba de la elegancia masculina. Según Perucho, el libro es muy difícil si no imposible de encontrar. No obstante, de su ejemplar personal ofrece un fragmento dedicado a la corbata; sí, Ignasi el aventurero, el enamorado, acabó hablando de esas cosas. Traduzco a continuación el primer párrafo de su taxonomía estética: 
La corbata es la parte más importante de la vestimenta del hombre. Es, respecto  de todo el traje, lo mismo que los ojos de una bella dama respecto de todo su rostro. Así, entonces, ha de ser objeto de un cuidado particular y se le debe prestar una severa atención. Por la corbata se juzga al hombre, o, mejor, si se me permite decirlo, la corbata es todo el hombre.
Ignasi d’Hervés i Albuyol, marqués de Santositio, murió en Baja Normandía y fue enterrado en el cementerio municipal de Caen, el 7 de mayo de 1867. Meses más tarde, sus despojos fueron desenterrados para muchos misteriosamente, pero nosotros sabemos bien quién fue.

14 de enero de 2011

Fumicidio

Hay un rasgo netamente humano que en ocasiones me cuesta comprender y que algunas tendencias religiosas atribuyen a una entidad igualmente incomprensible, Dios, de manera tal que no sea necesario explicarlo porque, simple y llanamente, pertenece a la esfera del misterio. Me refiero al libre albedrío; específicamente, a dos de sus acepciones: (1) Voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito, antojo o capricho, y (2) Potestad de obrar por reflexión y elección. Si bien otro rasgo, el gregarismo, nos inclina a seguir los derroteros definidos por el Otro, si esa ruta comienza a atentar contra el primer rasgo, entonces nos rebelamos incluso a ultranza. Dicho de un modo más sencillo: podemos estar de acuerdo con que la vida es valiosa, pero si vivir implica evitar lo que consideramos placentero, entonces ese valor disminuye significativamente y apelamos al derecho a disponer de nuestra propia existencia como nos plazca, es decir, apelamos al libre albedrío. El consumo de cigarrillos es ejemplar en este sentido. Recientemente, en España entró en vigor la llamada Ley Anti-tabaco que, palabras más palabras menos, prohibe fumar en edificios oficiales, como ministerios y aeropuertos, y en espacios públicos cerrados, como bares y restaurantes. Algunos espacios públicos abiertos, como los parques infantiles, también están comprendidos en la prohibición. El argumento para sancionar esta ley es relativamente sencillo: fumar produce enfermedades mortales tanto en las personas que fuman como en aquellas que, sin fumar, están cerca de los fumadores. Puesto que los fumadores no han sido capaces de abandonar su hábito que es probadamente nocivo, el Estado ha decidido tomar medidas drásticas no en defensa de la salud de los usuarios directos, sino de los usuarios de segunda mano, es decir, las personas que acaban aspirando accidental e involuntariamente el humo de los fumadores. Si bien soy enemigo de las imposiciones, creo que en este caso no puedo sino conferir a la mentada Ley un cierto crédito de existencia. Aunque esta nota no trata de mi posición, sino de algunos de los argumentos en contra de la Ley que circulan por los medios de comunicación. Según una estrategia informativa que también cuestiono, algunos medios se han dedicado a distribuir opiniones que, al menos desde mi punto de vista, solapadamente favorecen la oposición a la Ley. La que más distribuyen es la opinión de los hosteleros. Según ellos, la Ley significa un golpe duro a su gremio, porque sin fumadores irán más temprano que tarde a la quiebra. Dicho drásticamente, nadie quiere entrar a un bar donde no se puede fumar. Entonces, para que su negocio se mantenga y eventualmente prospere, piden que se deje a la gente fumar en paz y alterar la salud de los no fumadores. Si esa acción conduce a la muerte, importa poco. Los hosteleros necesitan clientes aunque éstos vayan muriendo poco a poco. Inconscientes del carácter inmoral de su posición amenazan con comenzar a despedir a sus empleados, porque, básicamente, el sueldo lo pagan con el consumo de las personas que fuman. Esto es, que para que un camarero se gane la vida, el hostelero pide que se deje morir lentamente a sus clientes. La otra opinión que también distribuyen proviene de los fumadores mismos. Por lo general, y como era de esperarse, no están de acuerdo. Se sienten agredidos y excluidos y, al igual que los hosteleros, piden que les permitan disponer de su propia vida. Que si ellos contaminan, entonces deberían prohibir el vuelo de los aviones y el desplazamiento de los coches, porque contaminan más que un simple cigarrillo. Es decir, que el fumador prefiere que el resto de la humanidad no se desplace por medios mecánicos, emisores de CO2, con tal de fumar dentro de un bar. Este nivel de absurdo me desconcierta y me hace pensar en la necesidad urgente de dictar cursos de haplofrenia.