La
vida estética responde más a la sorpresa que a la voluntad. Hay gente que busca
la belleza y difícilmente la encuentra. Hay gente que no lo está buscando y a
cada momento, inesperadamente, se topa con ella. Hoy iba camino al DF y el
autobús que me transportaba nos entretenía con una película para hacer más
llevadero el trayecto. El nombre de la película en castellano era “Los juegos
del destino” y en inglés “Silver Linings Playbook”. No contaré aquí de qué iba.
Solamente diré que, a su manera, era una película sentimental y muy bien actuada. Pero la cuestión estética viene al
caso no por algo que sucediera en la película, sino por algo que sucedió fuera
de ella y que resumo a continuación. El cálculo de la duración de la película
no estuvo del todo sincronizado con la duración del trayecto, así que cuando
estábamos entrando a la terminal la película alcanzaba su punto culminante. Yo
me puse de pie para bajar del autobús y mientras lo hacía vi reflejado en el
monitor delante de mí el rostro de un señor de unos 60 años de edad que seguía viendo la película;
quería verla hasta el final. El señor allí en su asiento, ignorante de mi
mirada, lloraba. No era un llanto histérico, sino un llanto contenido, un
llanto producto de ese final emotivo, para algunos cursi, pero que para el
señor estaba cargado de esa belleza que por bella convoca a las lágrimas. No
era, para mí, un final extraordinario. Era un final como cientos de finales; un
final donde una persona le dice a la otra que la ama; nada más. Sin embargo, esa
confesión hizo llorar de emoción a aquel señor. Cuando el autobús se puso en alto,
también la película se detuvo. El señor súbitamente salió de su arrobamiento y se dispuso a salir y por un momento se
cruzaron nuestras miradas. Sonreímos mutuamente. Bajé del autobús invadido por
la estética de ese momento, y aún ahora, luego de 12 horas, la sensación no me
abandona. Cosas bonitas de la vida.
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