29 de septiembre de 2015

Espejo

La figura de Cristo siempre me ha resultado atractiva y, sobre todo, intrigante. ¿Cómo no iba a llamar mi atención el hijo de un Dios? Por eso, digo por ser hijo de un Dios, no sólo hacía cosas extraordinarias sino que su comportamiento maravillaba y desconcertaba al mismo tiempo. Cristo era una persona que cuando quería podía caminar sobre la superficie del agua o multiplicar una hogaza de pan hasta dejar sin hambre a una multitud. También podía exorcizar a los poseídos y resucitar a los muertos. Hacer todo eso no era poca cosa, sin embargo lo que a mí me resulta prodigioso es su discurso, y cuando digo prodigioso me refiero a que hablaba como un humano normal y corriente ni lo hacía, ni lo hace, ni lo hará. Cristo era un orador divino en el sentido estricto de este adjetivo. Era un rétor consumado y su figura favorita era la parábola. Sus parábolas podían ser largas y elaboradas pero también podían ser breves y muy atinadas. Una de esas parábolas de bolsillo, acaso la más famosa, puede leerse en Juan 8:7. Unos fariseos encuentran a una mujer poniéndole el cuerno a su marido y, según la Ley de entonces (aparentemente, formulada por Moisés) ese tipo de falta debía castigarse con lapidación. Cristo, que no ignoraba la Ley, en lugar de cuestionarla o de decir que no la cumplieran porque era una Ley bárbara alejada de la idea de perdón, pronunció estas palabras: “Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.” Esa frase, certera, completa en sí misma, es un comodín moral que resume cabalmente el sentido de la condición humana con arreglo a la ley en general. Cristo parece decir que hacer valer la ley, debe estar precedida por un examen personal. Si luego de ese examen se llega a la conclusión de que en uno no hay nada que merezca un castigo, entonces se puede exigir que se haga valer la ley. El problema es que Cristo creo que ya sabía que la dura prueba ético-reflexiva contenida en su frase, nadie la pasaría y nadie la pasa. De allí la dificultad de ser cristiano: ha de gastarse la vida en tratar de pasar esa prueba, es decir, de ser tan virtuoso, tan justo, que ninguna pena tenga que llegar a aplicarse. En este sentido la pecadora es importante no por lo que estaba haciendo, sino porque su pecado era el espejo de todos los que se creían justos.

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