20 de julio de 2016

Relato


Tengo una tía. En realidad, tengo varias, pero viven lejos y las visito poco, así que las he olvidado. Esta tía de quien les hablo, la única para mí, es una mujer terrible. Delgada y bonita, los años casi no han dejado huella ni en su rostro ni en el resto de su cuerpo. Es una lectora voraz, cosa que la ha hecho locuaz, aunque nunca habla más de la cuenta. Ha viajado por gran  parte del mundo, y allí adonde ha ido ha dejado amistades entrañables. Recibe cartas por montón y llora cuando las lee. Mi tía es sensible y al mismo tiempo racional. Nadie le gana al ajedrez y la poesía la pone sentimental. Le gusta la música, siempre y cuando no tenga una fuerte marca ideológica. Odia los partidos, las banderas, los líderes. No obstante, cuando trata con políticos sabe ser diplomática, incluso encantadora. Tiene dinero suficiente para vivir cómodamente y permitirse algunos lujos. En fin, mi tía es un dechado de virtudes. Su único defecto es que siempre ha querido hacer de mí un hombre de bien. Hasta ahora no lo ha logrado. La razón es simple: su perfección no me resulta ejemplar sino repulsiva. No quiero ser como ella. A ver, viajo, leo, soy elocuente aunque discreto, tengo muchos amigos en muchos países, tiendo al patetismo pero también a la lógica, al ajedrez sólo me vence mi tía, y tampoco tolero la demagogia y el populismo, pero no soy como ella. No nos parecemos en nada.

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