23 de marzo de 2012

Cita

Hace un par de días vi en oferta un libro sobre el cual hace tiempo escribí una nota. Pensé que no estaría mal publicarla in extenso a pesar de su extemporaneidad:
Siempre he pensado que decir “literatura fantástica” es un pleonasmo. Si bien no toda fantasía es literaria, la escritura, cuando es de ficción, básicamente fantasea. Sé que la categoría se aplica a textos cuyos contenidos imaginarios se alejan significativamente de lo que se conoce como realidad; es decir, Rodión Románovich Raskólnikov es menos fantástico que, por ejemplo, Dorian Gray. Sin embargo, para mí ambos pertenecen a un mundo imaginario, un mundo donde la consciencia del mal hecho me obliga a comparecer ante la justicia o donde en lugar de envejecer yo lo hace un objeto al cual transfiero mi envejecimiento por la vía de un pacto satánico. Confieso que en ese mundo, el de la literatura fantástica, me siento seguro. Tiene el peligro de que las posibilidades son infinitas, así que cualquier cosa puede suceder, pero sean buenas o malas, como son imaginarias producen efectos igualmente imaginarios. Hay gente que lee una obra de ficción y le afecta tanto que su vida cambia para siempre, pero ese cambio, aun siendo palpable, tiene una base de fantasía. Puedo decir, por ejemplo, que “El castillo” de Kafka me enseñó la noción de postergación o que las barandas bajísimas de la “Biblioteca de Babel” de Borges me hicieron sentir vértigo. Lo uno y lo otro se puede calificar como eventos que, a su manera, se incorporan a la experiencia vital real, pero ni el agrimensor ni su inaccesible destino, ni las galerías hexagonales ni su inimaginable infinitud, pueden calificarse como reales. Aun siendo así, como dije, me sigo sintiendo seguro en ese mundo. Incluso pudiera decir que la literatura, siempre fantástica, es mi refugio; palabra que, por cierto, viene de “fuir” que se traduce como “huir”. Tendemos a considerar que este último término pertenece al orden negativo del ser, a la cobardía, a la retirada, etc. Pero, en su origen, pertenece al orden positivo; al orden vital: quien huye se salva. De hecho, Emile Littré decía que huir es sustraerse de un peligro generado por algo o por alguien. Uno puede huir de la lluvia o huir de un asesino, por ejemplo, y en ambos casos el movimiento asegura estados positivos: no resfriarse o no perder la vida. El lugar donde uno está a salvo de ese peligro, el lugar hacia donde se huye, se llama refugio; palabra que significa estando aquí ya no es necesario seguir huyendo. Yo huyo de este mundo hacia la literatura. A veces busco un refugio desconocido, es decir, que no sé cuál es su capacidad de protección; otras, busco refugio seguro. Ayer huí hacia la biblioteca, que es un refugio hecho de refugios, y decidí pasearme por la sección de literatura oriental. Me detuve en un anaquel donde resaltaba, entre los ideogramas japoneses, este título: “Historias en la palma de la mano” de Yasunari Kawabata. Inmediatamente me dije “Quiero entrar ahí”. Puesto que aún tenía dudas sobre cuán seguro me encontraría en el libro de Kawabata, bajé a la sección europea y busqué “Algo va a suceder” de Heinrich Böll, uno de mis protectores favoritos. Ya había leído ese relato, así que ya sabía que si el primero no me daba la certidumbre suficiente para detener mi huida, el segundo completaría lo que llegara a faltar. Luego me fui pensando que ambos libros llevaban títulos que combinados me producían el estremecimiento propio que produce la entrada hacia lo desconocido. La palma de la mano siempre nos dice que algo va a suceder; que, dicho sea de paso, es la frase favorita de agüeros, mánticos y meteorólogos. Prodigiosamente, me vi con inusitada claridad como sujeto efectivo de mi destino, palabra que significa no podrás resistirte a lo que sucederá. Comencé a observar mi mano a ver si lograba distinguir en sus líneas algún signo del hado, pero no vi nada. Así que seguí huyendo; aún ahora huyo hacia las palabras que algunas veces sostienen, otras abaten.    

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