En la entrada anterior adelanté que luego hablaría
de un acontecimiento triste que pertenecía a la esfera de las cosas que se
pueden evitar. Ayer, 15 de agosto, a eso de las 9 de la noche, cuando me
disponía a subir al coche luego de comprar un par de garrafones de agua, se acercó
un hombre de unos 30 años de edad, bajo de estatura, vestido de manera más bien
descuidada y con ropa visiblemente sucia. Su rostro, cubierto por una barba
rasa y con una cicatriz reciente en el labio superior, mostraba claros signos
de cansancio o de consumo igualmente reciente de algún estupefaciente. Se
acercó a tal punto que entre su cuerpo y el mío sólo había unos cuantos
centímetros de distancia, y con una voz gutural, sin alzar el tono más de la
cuenta y usando expresiones que a duras penas pude entender, me pidió que le
diera todo el dinero que llevaba conmigo. Yo, por costumbre y por situación económica,
ando siempre sin dinero o, mejor dicho, nunca tengo una cantidad que pudiera
satisfacer las expectativas de un asaltante. Sólo tenía un billete de 20 pesos
y unas cuantas monedas sueltas. Esta exigüidad enojó al hombre y me dijo que
allí mismo podía hacerme cualquier cosa y que le diera más. Yo insistía con la
verdad mientras mi cabeza daba vueltas buscando cómo librarme del forajido.
Conjeturé que su cercanía se debía a que guardaba en alguno de sus bolsillos un
arma para hacerme daño si yo oponía resistencia. Así que mi cabeza no
contemplaba esa posibilidad. Me puse tercamente tautológico, es decir, le
repetía que no tenía dinero porque en efecto no tenía dinero. El hombre me
advertía que se le estaba agotando la paciencia, pero, afortundamente, antes de
que eso sucediera llegaron dos policías. Debo confesar que aquella aparición me
resultó providencial. Como diría mi mamá “me volvió el alma al cuerpo”.
Curiosamente, el hombre a pesar de los agentes no se apartaba de mí. Así que el
alma nuevamente me abandonó. Los policías lo apartaron, y me preguntaron si
sucedía algo malo. Yo, al ver que el forajido no me quitaba los ojos de encima
y le mandaba saludos a mis dos hijos y a mi esposa (luego supe por qué), tomé
la decisión de huir y de no cerrar el proceso. Uno de los policía me preguntó
si quería proceder, es decir, si quería denunciar al sujeto, pero no me atreví
con él mirándome. Este mundo es muy chico y la justicia deja que circule mucho
malhechor incluso luego de ser sorprendido en flagrante delito y podíamos cruzarnos
otra vez y tal vez no saliera yo bien librado del reencuentro. Me subí al coche,
le di las gracias al policía y al comenzar a rodar de pronto no sabía hacia dónde
quedaba el camino de vuelta a casa. Pasé de largo varias calles. Me detuve. Respiré
por un minuto y recuperé el rumbo. Hoy pienso que todo ese oscuro episodio
puede que se deba a unas condiciones generales de inseguridad y factores psicosociales
complejos, pero el asaltante, ese hombre fue quien hizo todo. Y aunque cueste
creerlo no le guardo rencor. Todo lo contrario deseo que le lleven a un lugar
donde todo el mundo le quiera y le den tanto afecto que no pueda sino reconciliarse
con la existencia y una vez que alcance ese estado, escriba una lista como la
de Earl y vaya por el mundo intentando resarcir todo el mal que una vez produjo.
A mí, por ejemplo, que me regrese mis 20 pesos y el sosiego que momentos antes
de su aparición yo tenía.
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