No sé quién decía que el chiste es una sonda.
Hace poco más de una década aunque lo recuerdo con mucha claridad, un amigo muy querido entendió de un modo peculiar
un comentario que hice y cuyo tono era más bien ligero y jocoso. Él se lo tomó
muy en serio. En ese comentario seguía una línea de razonamiento parecida a una
que siguió en su momento Bertrand Russell a propósito de la virtud de los
pobres. Palabras más palabras menos, decía (yo, no Russell) que lo que se conoce
como izquierda tiende a 1) considerar
que su manera de ver el mundo es preferible a cualquier otra porque 2) sus militantes
son virtuosos más allá de toda prueba y 3) pueden determinar qué se debe hacer para
que vivamos regidos por una equidad omnímoda. La naturaleza excelsa de esta visión
convierte a cualquier crítica externa en un signo de insensatez cuando no de
traición. Cabe decir que esta reacción presupone aplicar al disidente al menos
una de las siguientes medidas radicales: 1) la exclusión (si no piensas como nosotros, márchate), 2) la descalificación (eres un tonto porque no piensas como yo),
3) la amenaza (si no piensas como yo
tomaré medidas en tu contra), o, si nada de eso funciona, 4) el exterminio (si no piensas como yo, te declaro la guerra).
Bueno, sólo dije lo primero; el resto lo acabo de inventar. Ese mismo amigo
cerraba su comentario, que en cierto modo era un buen ejemplo de lo que yo decía,
con una declaración universal de inclusión desinteresada y libre de maniqueísmo,
del cual, por cierto me acusaba por haber usado la palabra bueno; esto sin notar que ese uso sólo remite al maniqueísmo si el
receptor lo invoca, pues para mí bueno
implica que puede haber malo pero
también regular, indiferente, desabrido, azul, mantequilla, etc. No se lo dije, pero estaba de acuerdo con él,
aunque por sus palabras él parecía no estar de acuerdo consigo mismo.
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