Ser un grinch no
sólo es una condición asociada con la navidad, tal como contó el Dr. Seuss allá
por 1957. Hay el grinch de la vida
cotidiana, es decir, la persona mal
intencionada, mezquina y, en general, bastante desagradable a quien todo
le parece mal y que nunca concuerda con el gusto del Otro. Este grinch
sólo está de acuerdo consigo mismo y considera que su criterio es la mejor
opción posible para sí y, también, para los demás. Si alguien opta por algo diferente,
entonces el grinch elabora y espeta
una diatriba deletérea contra el disidente, de modo tal que quede abatido y que
los demás lo vean como una entidad indigna de existencia. Este grinch ejerce sin miramiento una suerte
de fascismo del gusto disfrazado de razón suficiente y casi todos sus consejos
o pareceres se convierten en lo que Pierre Rosenstiehl y Jean Petitot llamaban “teoremas
de dictadura”. Por ejemplo, uno de los aspectos que más odia el grinch es el lugar común, ya que tiende
a creer que es una persona distinguida, muy cercana a la excelsitud. Rechaza lo
corriente y prefiere ir a
contra-corriente. La palabra “popular” le da grima. Dicho brevemente, el grinch aspira a la originalidad y en cualquier momento está
dispuesto a mostrar cuán ingenioso es, porque está convencido de que el ingenio
lo sustrae tanto del populacho como de los ricachones. De hecho, el grinch no confiesa su pertenencia a lo
que antes se conocía como pequeña
burguesía, pero constantemente trata de diferenciarse de los ricos y de los
pobres por la vía de un discurso que es fenotípicamente de izquierda pero genotípicamente
reaccionario. En fin, este tipo de grinch
no me enoja sino que me entristece porque, aún rodeado de personas, su destino
es la soledad.
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