24 de noviembre de 2013

Grinch


Ser un grinch no sólo es una condición asociada con la navidad, tal como contó el Dr. Seuss allá por 1957. Hay el grinch de la vida cotidiana, es decir, la persona mal intencionada, mezquina y, en general, bastante desagradable a quien todo le parece mal y que nunca concuerda con el gusto del Otro. Este grinch sólo está de acuerdo consigo mismo y considera que su criterio es la mejor opción posible para sí y, también, para los demás. Si alguien opta por algo diferente, entonces el grinch elabora y espeta una diatriba deletérea contra el disidente, de modo tal que quede abatido y que los demás lo vean como una entidad indigna de existencia. Este grinch ejerce sin miramiento una suerte de fascismo del gusto disfrazado de razón suficiente y casi todos sus consejos o pareceres se convierten en lo que Pierre Rosenstiehl y Jean Petitot llamaban “teoremas de dictadura”. Por ejemplo, uno de los aspectos que más odia el grinch es el lugar común, ya que tiende a creer que es una persona distinguida, muy cercana a la excelsitud. Rechaza lo corriente y prefiere ir a contra-corriente. La palabra “popular” le da grima.  Dicho brevemente, el grinch aspira a la originalidad y en cualquier momento está dispuesto a mostrar cuán ingenioso es, porque está convencido de que el ingenio lo sustrae tanto del populacho como de los ricachones. De hecho, el grinch no confiesa su pertenencia a lo que antes se conocía como pequeña burguesía, pero constantemente trata de diferenciarse de los ricos y de los pobres por la vía de un discurso que es fenotípicamente de izquierda pero genotípicamente reaccionario. En fin, este tipo de grinch no me enoja sino que me entristece porque, aún rodeado de personas, su destino es la soledad.

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