8 de abril de 2014

Inocente

Hace poco, por razones más didácticas que estéticas, leí nuevamente “El día del derrumbe” de Juan Rulfo. Como he dicho en otras ocasiones, es una joya de la literatura. Entiéndase por este juicio que me gusta mucho, no que pasaría todas las rigurosas pruebas de los críticos literarios o que éstos accederían fácilmente a colocarlo en el Olimpo de los Letrados. Siendo, pues, un cuento donde la memoria juega un papel relevante, me dio por recordar. Leí “El llano en llamas” cuando mi adolescencia era diferente a la de ahora. No era yo muy ducho en los asuntos literarios y mi acercamiento o, mejor dicho, mi lectura era ingenua y desprejuiciada; incluso me atrevería a decir que era inocente. No había yo alcanzado la edad de la discreción y leía sin juzgar ni maliciar. Rulfo fue uno de mis primeros acercamientos a México, pero en aquel entonces ni siquiera sospechaba mi destino, y sus palabras despertaban mi imaginación siempre dolida y fácilmente seducida por la desdicha. Aquellos cuentos me producían una sensación de desolación, de desconsuelo, de resolana y, por ende, de calor o, si se quiere, de sofoco. El de Rulfo era para mí un mundo más bien triste, vigilado desde lo alto por zopilotes, que en mi tierra llaman zamuros, y con mucho maguey a la vera del camino. Era un mundo ventoso y polvoriento, como algunos tramos de la ruta hacia San Corniel, tres curvas antes de llegar al sendero que remontándose llevaba a la Cueva del Indio. De hecho, en mis frecuentes incursiones montaraces hacia Los Manguitos y La Quebrada de Santa María, solía visitarme el fantasma de aquella atmósfera rulfiana. Hoy, que cada día respiro parte del aire que Rulfo en su tiempo respiró, y un poco acicateado por la lectura del cuento aquel, siento nostalgia de mis primeras lecturas y de aquellos montes por los que tanto anduve.

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