11 de noviembre de 2014

Adorno

Anoche tuve un encuentro con una rata (o algo parecido). Estaba detrás del refrigerador. Al principio no la veía; sólo la escuchaba. Hacía ruido de rata. Roía algo que a su vez hacía ruido al morderlo. Me asomé y, en efecto, era una rata enorme. Busqué un objeto contundente que me permitiera darle muerte sin acercarme demasiado. Obviamente, una escoba. Armado de valor, calculé la distancia y lancé mi primer ataque. La rata reaccionó chillando e intentó huir reptando por la pared. Me sorprendí porque no era normal que una rata hiciera eso. Luego noté algo que era todavía más inusual. La rata, mientras huía, adoptaba el color del fondo, como un camaleón. Lancé otro ataqué, pero esta vez la rata en lugar de huir enrolló su rabo en el mango de la escoba, como si fuera una zarigüeya. Grité para que vinieran en mi auxilio. Acudió mi esposa que al ver el animal no pudo evitar gritar, no sé si de miedo o de asco. “Pégale con algo en la cabeza”, le pedí con tono de desesperación. La rata, imagino que también desesperada, imitó el color azul de las cortinas. Mi esposa no sé de dónde sacó un martillo, y con furia pero con poco tino comenzó a darle martillazos a la rata que poco a poco se fue despedazando. Su cabeza, que era más grande de lo usual para una rata, se desprendió de su cuerpo y dio con el piso haciendo un ruido seco, como si estuviera hecha de papel maché. Su hocico quedó abierto dejando ver sus horribles dientes y la punta de su lengua que, a todas estas, era bífida como lengua de serpiente. Para nuestro asombro, aquel extraño ser no derramó ni una gota de sangre. De hecho, los trozos de su cuerpo desaparecieron inexplicablemente. Sólo quedó aquella cabeza azul endurecida con mueca de último estertor. “No quedaría mal en la mesa de la sala”, dijo mi esposa. “No, no quedaría mal”, le respondí, y desperté.

No hay comentarios:

Publicar un comentario