Todos morimos, pero no de la misma manera. Eso
cualquiera lo sabe. Lo que nadie sabe es cuándo ocurrirá el lance final. Acaso
por eso preferimos distraernos y no pensar más de la cuenta en algo que sólo
podemos controlar a medias y provisionalmente. En general, nos impresionan más
los momentos previos a la muerte. Hace poco tuve una conversación con una de
mis hermanas cuyo tema central era, precisamente, esos momentos a propósito del
fallecimiento reciente de un vecino muy querido. Transcribo parte de la
conversación (comienza mi hermana):
—J.J. murió de un problema en el hígado. Para nosotros fue muy triste porque él iba mucho a la casa y compartíamos mucho. M. y C. fueron a visitarlo al hospital y lo vieron anaranjado. Supuestamente, lo iban a dar de alta la semana siguiente. Pasaron dos semanas y murió.—¿Anaranjado?—Sí. M. dice que la piel la tenía entre amarilla y roja. De hecho, cuando su mamá enfermó, yo fui a visitarla.—¿Estaba anaranjada? ¿También murió?—Sí. Yo no sé de qué murió ella, pero se puso muy flaca y anaranjada, con la piel como delgadita y finita. Ay, hermano, mejor hablemos de cosas felices.
Más allá de la noticia, la referencia cromática me hizo
pensar en García Márquez y en Cunqueiro, gentes de realismo mágico. Nunca me había pasado por la cabeza
que la muerte se anunciara con un color tan luminoso y siempre asociado con la vida saludable. Sin duda, un anuncio agridulce.
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