12 de diciembre de 2011

El autócrata


Sin correr el riesgo de adentrarme en el aterrador laberinto del discurso psicopatológico y aventurándome más bien por las galerías siempre luminosas del DRAE, he hallado la siguiente definición de delirio paranoide: “Síndrome atenuado de la paranoia caracterizado por egolatría, manía persecutoria, suspicacia y agresividad.” En otras palabras, el delirante paranoide —en caso de existir— vive creyendo que si hay alguien a quien adorar, ese alguien es él mismo y si hay alguien a quien persiguen, ese alguien es él mismo. Por eso, la actitud que debe asumir de cara al mundo es sospechar de todo y de todos y, si es necesario, atacar a todo y a todos.
Cualquiera pudiera decir que, con uno que otro matiz, la mayoría de la gente comparte esos rasgos. Los aficionados al chisme, por ejemplo, que no son pocos, suelen vivir así. Creyéndose el centro de los comentarios de todos, difunden, por modo de retaliación discursiva, noticias que si bien parten de un hecho concreto, lo adornan con detalles especiosos y, casi siempre, hiperbólicos. Al final, el acontecimiento tiene más de mentira que de verdad, y más de exageración que de puntualidad.
Los entrenadores deportivos, los cocineros, los científicos, los policías, las top-models, la gente de izquierda y también la de derecha, los diseñadores de software, los malhechores, etc., pueden fácilmente engrosar las filas de los que sin padecer por completo este síndrome, muestran uno que otro síntoma. No obstante, tengo para mí que el lauro se lo lleva la persona que ejerce por sí sola la autoridad suprema en un Estado, es decir, el autócrata. Para los pocos que aún no lo saben, y según palabras textuales del mismo DRAE, la autocracia es  el “sistema de gobierno en el cual la voluntad de una sola persona es la suprema ley”, y a esa persona se la conoce como autócrata, es decir, como aquel que gobierna desde sí y para sí.
Entre la autocracia y la paranoia existe una especie de compenetración de sentido. La paranoia es un extravío del espíritu que se manifiesta porque éste se ancla en una idea o en un orden de ideas. El autócrata, por lo general, inventa o adopta una doctrina a la cual debe subsumirse la totalidad de lo existente. Puesto que esa empresa suele hallar resistencia, entonces desarrolla el delirio descrito ut supra. Todo aquel que no se someta a esa doctrina es considerado sospechoso y, subsecuentemente, se convierte en blanco de la violencia legítima, es decir, la violencia autorizada por aquel que dicta la suprema ley.
Por lo general, el autócrata trata de manejar los imperativos de su delirio al menos de dos maneras: o extiende indefinidamente la agresión contra sus enemigos imaginarios o trata de zanjar esa agresión acabando de una vez por todas con su existencia; no digo que los mate, sino que bloquea justo aquello que los justifica como agentes. Si son terratenientes, por ejemplo, pasa un tiempo vituperándolos, luego amenazándolos y, finalmente, expropia sus tierras. Si son políticos, comienza descalificando sus trayectorias, luego etiqueta sus acciones actuales como desestabilizadoras y, finalmente, los inhabilita para ejercer cargos públicos, incluso para ejercer sus derechos tanto civiles como políticos.
En el fondo el autócrata no tolera al Otro, simple y llanamente porque ese Otro, por ser otro, difiere de él o, mejor dicho, no es él (única persona con la que está de acuerdo). En este sentido, para el autócrata toda diferencia es traición.

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