17 de mayo de 2014

Oídos

He tenido la fortuna de escuchar a muchos músicos en vivo. Esto, por supuesto, ha significado visitar los lugares donde se han presentado: íntimos y pequeñitos como el JazzSí o el Jamboree; rimbombantes como el Palau de la Musica; modernos y enormes como la Ríos Reina o el Auditorio Nacional; acústicos como L’Auditori, el Aula Magna, el Teatro de La Reforma, o Luz de Gas; abiertos como el Zócalo de Puebla, etc. En todos y cada uno la cuestión del sonido y, sobre todo, los encargados de manipular el campo sonoro, han sido factores muy importante para que la experiencia con aquellos músicos se desarrollara de manera exitosa. En ocasiones el logro fue excepcional. Por ejemplo, escuché a Joshua Redman y Brad Mehldau llenar la sala con su música sin usar micrófonos. También escuché el cuarteto de Terence Blanchard sin usar monitores. En la mayoría de los escenarios, mis oídos se han sentido complacidos. No ha sucedido así en Puebla. Aquí la idea de buen sonido está paradójicamente relacionada con la idea de alto y estridente. He escuchado a cantantes estupendos (v.g., Rubén Blades, Toto La Monposina, Natalia Lafourcade) acompañados por músicos igualmente estupendos y en todas estas ocasiones el sonido ha dejado mucho qué desear. Una cosa extremadamente alta y distorsionada, sin ninguna posibilidad analítica, frecuencias bajas ásperas, frecuencias altas escabrosas y caos total en las frecuencias medias, dan como resultado una experiencia incompleta o, si se prefiere, insatisfactoria. En el caso de Lafourcade, había un vibráfono cuyo timbre dulce nunca llegó a los oídos de la gente. Sólo se escuchaba el eco de cada nota. Anoche, por ejemplo, fui al concierto de Gilberto Santa Rosa, ofrecido en la Plaza de la Victoria. Es una explanada del tamaño de dos canchas de basquetbol y semi-techada con un toldo enorme que está ubicada en lo alto de un cerro. Allí los ingenieros de sonido tenían que apañárselas para que la música no se perdiera y que todos pudieran escucharla. Además, debido al género (salsa), también debían subir el volumen para animar a la gente a bailar. No lo lograron. El sonido no sólo era fuerte sino también estridente. Nada se podía distinguir con claridad, ni los metales ni las voces del coro. El volumen estaba tan alto que mientras escribo esta nota y desde anoche tengo un zumbido permanente en el oído izquierdo. No comprendo esta manera de arruinar una experiencia para muchos única. Los instrumentos ya suenan y ya tienen su propio perfil sonoro. El ingeniero sólo tiene que lograr que ese sonido llegue a nuestros oídos tal como fue producido o, en el peor de los casos, sin que el sonido original sufra distorsiones significativas. Mis oídos, acostumbrados a M-Audio, Sennheiser, Monster y Ultimate Ears sufrieron un montón. En general, y en el caso de Santa Rosa, la fuerza del gusto se impuso a los improperios sónicos, y no me arrepiento para nada de haber asistido, pero sí espero que para la próxima los organizadores del Festival 5 de Mayo tengan presente estos asuntos que tienen un fundamento técnico, pero que su finalidad es puramente estética, es decir, que todos disfrutemos de un buen sonido.

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