Hace
un par de semanas estuve en el Village
Vanguard, para muchos el templo del jazz desde hace más de 50 años. Por fortuna, tocaba el trío de
Fred Hersch (John Hébert, bajo; Eric McPherson, batería), del cual el Wall Street Journal afirma que es «One of the major ensembles of our times». Más allá del estupendo concierto, no pude evitar distraerme
en tonterías de jazzófilo empedernido: Estoy
aquí, a un paso del escenario donde tocaron John Coltrane, Bill Evans, Sonny
Rollins, Dexter Gordon, Lee Konitz, Martial Solal, Keith Jarrett, Joe Lovano,
Wynton Marsalis… Confieso que esa especie de visión retrospectiva y de sintonía metafísica con los genios ausentes, junto
con la música de Hersch, el verde de las paredes, las fotos, las mesas
diminutas sólo para dos, y el rostro emocionado de mis vecinos, me hizo
experimentar lo que Paul Ricoeur llamaba “sentimiento sin nombre”, es decir, un
sentimiento que se da sin depender del significante, cosa que suele suceder con
el jazz. Sin duda, estar en ese pequeño sótano triangular fue un sueño hecho
realidad y la principal gestora de esa realización fue Karla: T.A.
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