2 de julio de 2014

Merecimiento

Por lo general, cuando se usa el verbo merecer, se hace referencia a la cuarta acepción que figura en el Diccionario de la Lengua Española, a saber, “Hacer méritos, buenas obras, ser digno de premio.” No obstante, merecer no pertenece exclusivamente a la esfera del Bien. La primera acepción del mismo diccionario lo deja suficientemente claro: “Dicho de una persona: Hacerse digna de premio o de castigo.” Es decir, hay personas que merecen cosas buenas, y hay personas que merecen cosas malas. Yo pertenezco a este segundo grupo. No crea el lector que tiendo a la auto-victimización. Todo lo contrario, raras veces creo desempeñarme por debajo de mis facultades. Cuando actúo, intento hacerlo de manera óptima. Sin embargo, nada de eso ha sido redituable. En el plano de las acciones interpersonales, ningún beneficio, ni material ni afectivo, he conseguido. Casi siempre, el carácter adverso del resultado me toma por sorpresa y me deja en una posición de desconcierto radical. Ustedes dirán Si le pasa siempre, ¿por qué se sorprende? La respuesta es sencilla: porque siempre todo indica que al final es altamente probable que suceda otra cosa; una cosa buena, digamos. No me sorprendo como el animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Me sorprendo como se sorprende el optimista o el honesto. Si actúo de buena fe ¿por qué habría de sucederme algo malo? Así pienso, pero luego el resultado es muy otro. No es fácil vivir así, lo confieso. La tentación del escepticismo, cuando no del nihilismo, siempre está a la vuelta de la esquina, pero no he caído. ¿Qué hago? Me resigno. Eso es lo que hago. Me conformo con las adversidades y sigo adelante con la esperanza de que en algún momento la correlación entre mis actos y la respuesta que el Otro da a partir de esos actos sea positiva.

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