Supe
de la existencia de México por las películas protagonizadas por Tin-Tan, Pedro
Infante, Jorge Negrete, Cantinflas… Aunque fueron producidas en los años 40 y
50, yo comencé a verlas a mediados de los 80. Las tardes dominicales, si mal no
recuerdo del canal 8, estaban dedicadas al cine mexicano. Dicho rápidamente, me
fascinaban. Yo las veía como un niño ve las caricaturas, es decir,
estableciendo una relación directa entre el disfrute estético y la imaginación.
Sobre todo, me encantaba el espíritu de aventura de aquellas películas. Dos hombres
que a caballo iban de pueblo en pueblo cuando había feria, llegaban alegres,
cantaban, bailaban y se enamoraban de las mujeres más bonitas del lugar,
quienes a su vez correspondían a su amor. O un famoso cantante que se pierde en
el camino y es tomado por un vagabundo por una familia adinerada que lo adopta.
O un joven esperanzado que viaja por todos los pueblos de Michoacán en busca de
fortuna, pero que es traicionado por la humanidad y acaba siendo un alcohólico
tragicómico. Y así podría seguir por mucho rato. Todas esas historias plagaron
el final de mi infancia y aún hoy forman parte de mi vida. También en ese
tiempo emitían El Chavo del Ocho y El Chapulín Colorado. Dos series
televisivas de los años 70 que, sin temor a exagerar, hicieron tanto o más que
el cine de la época de oro. No explicaré aquí de qué se trataban, pero para mí,
niño pobre, el Chavo era una especie de vicario de mi condición y, al mismo
tiempo, todo aquello que en modo alguno quería ser. Era un anti-modelo. El
Chapulín, por su parte, era también una especie de super-héroe, pero para mí
era motivo de risas. Todavía recuerdo cuán relajante me resultaba. En el plano
profundo, digamos, tanto las películas como las series ofrecían un espectro condensado
de la cultura mexicana. Palabras, objetos, acentos, valores, etc., fueron configurando
un estereotipo personal que luego, cuando comencé a visitar México, en parte se
comprobó y en parte no. De hecho, cuando llegué a este país, en las escasas
ocasiones en las que hablé de los productos de Roberto Gómez Bolaños, las reacciones
fueron negativas. El Chavo y el Chapulín eran considerados personajes nefastos
que no representanban para nada al
mexicano o, en todo caso, contribuyen a naturalizar la pobreza, la impertinencia,
la pereza, la viveza, etc. Todos rasgos negativos que, según mis interlocutores,
el mexicano no posee. A todo esto se suma la firme convicción de que esas
producciones fueron creadas por los centros de poder para mantener al pueblo en
estado de pasividad, mientras esos centros se aprovechaban de los recursos materiales
de la nación. A mí todo eso me desconcertaba y me sigue desconcertando. No
porque mis interlocutores sean unos Grinch psicopolíticos, sino porque creo que
hacen a un lado una serie de variables que, falsas o no, han tenido un efecto
concreto de penetración cultural. Así como nos resulta normal comer perros calientes sin pensar en el imperialismo yanqui,
muchas personas gustan de los mariachis sin pensar en que no todos los mexicanos
son charros. Si yo pregunto a cualquiera cuál es la música típica de mi país,
nadie sabe; pero si pregunto por la de México, difícilmente alguien dirá no sé. ¿Qué se come en Paraguay? No sabemos.
¿Qué se come en México? Tacos y picante. Ese conocimiento básico (que cualquier
mexicano pudiera refutar porque conoce con más detalles su cultura) ha
permitido que México forme parte del imaginario mundial, y el medio
cinematográfico y el medio televisivo han jugado un papel clave en la
distribución global de esos dispositivos
culturales. Sé que algunos mexicanos se hubieran sentido satisfechos si en
lugar del Chapulín se hubiera hecho una serie llamada Las Aventuras de Tepoztécatl, pero no ha sido así. Y junto con toda
su riqueza y complejidad cultural está ese cine y esa televisión que, la
verdad, a mí siempre me resultaron edificantes. Viva México.
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