7 de noviembre de 2010

Papada

Desde pequeño, mi mundo místico ha sido del tipo judeo-cristiano, luego conocí el marxismo y mi misticismo se amplió, pero no mucho. Así que, básicamente, ese misticismo, al que le he dedicado muy poco tiempo pero que parece funcionar en mí automáticamente, ha estado poblado por las acciones misteriosas de una entidad que es una y al mismo tiempo es tres; que creó al ser humano para que creyera en ella y a la vez lo hizo capaz de no creer en  ella, incluso éste puede considerar que le dio vida a aquélla; y, lo más difícil de creer y, sobre todo, de comprender, que permitió que esa criatura le diera muerte para demostrarle que era inmortal e infinitamente misericordiosa (es decir, que no murió y luego le perdonó). Como entidad intermedia o que se ha plantado en forma de escollo entre mi laicismo y mi relación con la trascendencia, ha estado la iglesia católica conformada por dos entidades: los templos y los curas. Los primeros siempre me parecieron un desperdicio arquitectónico, demasiado solemnes y demasiado fúnebres que procuro no visitar, a menos que sea por disposición turística. Los segundos siempre me parecieron unas entidades contra-natura, envanecidas por virtudes auto-atribuidas y, por eso, dignas de toda mi suspicacia. La figura máxima, dentro del grupo de los curas, como casi todos saben, es el papa; figura que cree ser el vicario de Cristo. Para los que no tengan claro el significado de la palabra «vicario», he aquí su definición: «Que tiene las veces, poder y facultades de otra persona o la sustituye.» Evidentemente, se trata de un rol especioso o, para no ofender, metafórico. Puede que el papa tenga las veces del Cristo discursivo y proselitista, pero si el papa-móvil llega a fallarle y sufre un atentado mortal dudo que al tercer día resucite. Si sus seguidores creyeran seriamente que el papa tiene el poder y las facultades de Cristo no se movilizaran para verle en un sitio específico, porque tendrían como cosa cierta que el papa es ubicuo y que se lo pueden encontrar en Las Ramblas mientras está oficiando una misa en el Vaticano y conversando en Tegucigalpa sobre el futuro de la iglesia en América Latina. Más aún si creyeran en el dogma topográfico del catolicismo, es decir, en el Cielo, combinado con el dogma de la inmortalidad del alma, la guardia suiza sería innecesaria. Pero, como no lo creen, allí donde va el papa lo protegen contra la muerte. Eso de «dejad que se acerquen a mí», no es cosa papal. Si el papa ha de estar en un lugar, hay una movilización enorme de dispositivos de seguridad máxima. Para él no es suficiente la protección que brinda Dios Todopoderoso, hace falta la policía y el aislamiento. Anoche, por ejemplo, quería llegar al Portal de l’Angel desde la Plaça de Sant Jaume por el Carrer del Bisbe. No se pudo. Intenté por Sant Honorat; tampoco. Tuve que dar un rodeo por Portaferrissa hasta Cucurulla porque mi desplazamiento, que suponía pasar cerca del lugar donde se alojaba el papa, era considerado una amenaza potencial. Entonces los Mossos d’Esquadra acordonaron el área. Paradojas de la vida, ser al mismo tiempo un sudaca pacifista y estudiante a quien sólo se le permite estar 12 meses en España y, al mismo tiempo, mientras compra unas medias invernales, ser sin querer un peligro para el bienestar del representante de un Dios.

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