24 de marzo de 2015

Tigre

Lo que comúnmente se conoce como el juego de la democracia no es ni lúdico ni democrático. Todo lo contrario, es una amalgama de asociaciones cuyas formas de establecimiento y funcionamiento tienden a ser ininteligibles para los que no formamos parte de ella. Sobre todo, en esa amalgama, predomina la asimetría relacional: nadie interactúa con el otro sobre la base de la equidad y la transparencia. Casi siempre, la relación se basa en el poder y las alianzas que las partes ponen sobre la mesa (cuando hay mesa y cuando ponen algo, porque, por lo general, se actúa a espaldas de quienes luego serán afectados). Acaso por eso las personas que no están adentro suelen construir teorías de la conspiración, es decir, un conjunto de enunciados aparentemente coherentes sobre cómo los actores operan en esa amalgama, pero con pruebas dudosas, poco plausibles y, en ocasiones, delirantes. A veces, esas teorías atribuyen a los amalgamados, por llamarlos de alguna manera, una perspicacia, eficiencia e infalibilidad extremas. Dicen los teóricos de la conspiración que los amalgamados son súper-inteligentes, archi-eficientes y extra-precisos. Paradójicamente, estos mismos teóricos, cuando revelan sus teorías, también sugieren o afirman tajantemente que los amalgamados son todo lo contrario, y presentan sus argumentos siguiendo una lógica como esta: Son tan listos que dejan cabos sueltos que cualquiera puede atar; son tan eficientes que tienden a no acabar lo que emprenden; tienen tanto tino que casi nunca dan en el blanco. Todo falaz, pero cala en el oído sediento de coherencia y desalentado por tanta incertidumbre, es decir, en el oído del pueblo. En efecto, mucha gente espera y admite sin suspicacias las teorías de la conspiración. Les llegan como una especie de Epifanía discursiva y las adoptan inmediatamente. Esta recepción positiva va acompañada de la entronización del teórico, por lo general un periodista, quien es visto como un adalid de la información, una persona arriesgada, valerosa, veraz, oportuna, sincera, defensora de los desposeídos y digna heredera de la lámpara de Diógenes pero en sentido negativo, es decir, no busca hombres honestos sino malhechores de cuello blanco. Innecesario decir que los amalgamados odian a esos teóricos, quienes a su vez interpretan el odio como una prueba irrefutable de la veracidad de sus teorías. Esto último también se basa en otra falacia: Si no fuera cierto, entonces no harían nada, porque el que no la debe no la teme. El problema es que para el teórico, no hacer nada no significa inocencia, sino acecho, es decir, el otro se sabe descubierto y se está preparando para atacar. Y a veces lo hace, pero es la peor de las estrategias. Porque el ataque también es considerado confirmatorio de su culpabilidad y porque activa el dispositivo de la victimización. El teórico pasa de ser el que denuncia, a ser aquel a quien le han coartado la libertad de expresión. El resultado casi siempre es el mismo: el teórico sale repotenciado y victorioso de la censura y el amalgamado sigue en lo suyo con una raya más en su piel de tigre.

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