11 de marzo de 2015

Transpolítica


En noviembre de 1997 dije lo siguiente (¿tendrá alguna vigencia?): Vivimos un tiempo en el que poco se duda para diagnosticar la muerte de cualquier objeto de cultura. Así que de alguna u otra manera nos las arreglamos para seguir existiendo con el cadáver de la historia, por ejemplo. […] En este sentido, la muerte de lo político no se ha hecho esperar. Asistimos al momento de clausura por mortandad de los consabidos metarrelatos («emancipación progresiva de la razón y de la libertad, emancipación progresiva o catastrófica del trabajo […], enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista», etc. [Lyotard, 1992: 29]) y asistimos a la apertura por emergencia de los procesos transpolíticos. Para nadie es un secreto que los partidos políticos, factores claves de concreción de la democracia representativa, han suprimido de su espacio de interés al cuerpo vivo de los representados. Los asuntos de la política deben desarrollarse ahora ante «la forma vacía de la representación», allí de donde «ha sido expulsado cualquier público real en tanto que susceptible de pasiones demasiado vivas» (Baudrillard, 1991: 89) y se ha preferido la figura del sondeo y la campana de Gauss. Parafraseando a Baudrillard (1991: 89): es como si una federación política internacional hubiera suspendido al público por un período indeterminado y lo hubiera expulsado del partido. Así funciona nuestra escena transpolítica: la forma transparente de un espacio público del que se han retirado los actores, la forma pura de un acontecimiento del que se han retirado las pasiones. Acaso las únicas pasiones políticamente vivas hoy día sean las del condominio y la abstención electoral, trazas del hiperindividualismo postmoderno, objeto-pánico del ideal democrático.

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