5 de julio de 2012

Apología


Siempre he creído que las telenovelas, mal llamadas culebrones, han sido injustamente vilipendiadas. Creo que pocos productos culturales pueden jactarse de tener como materia prima la humana pasión en su máxima expresión. Incluso, las telenovelas hacen que uno se sienta apasionado. No obstante, cuando se trata de admitir públicamente sus virtudes nadie da un paso adelante. Si no se recula, se critica dura y amargamente a este indefenso género. Digo indefenso porque la telenovela no tiene argumentos para rebatir las acusaciones en su contra. Si alguien, por ejemplo, le dice que es cursi, la telenovela no puede sino admitir que lo es. Ahora, esa admisión en modo alguno tiene que ver con una especie de claudicación. Tiene que ver con un desinterés frontal por enfrascarse en discusiones  inútiles. A la telenovela no le interesa la razón; tampoco le interesa tenerla. Lo importante para la telenovela es sentir. Si en algún momento algún personaje desarrolla una línea de razonamientos o urde algún plan malévolo, lo hace porque hay en él un sentimiento que le motiva y le guía. Estoy convencido de que esta predilección por el sentir es lo que engancha a los telespectadores. Sin embargo, repito, pocos están dispuestos a admitirlo; digo, que están enganchados a una telenovela en particular. Ante la crítica, guardan silencio y, como ya se sabe, el que calla otorga. Todo este palabrerío apologético viene al caso a propósito del reciente resultado de las elecciones presidenciales en México y los cuestionamientos basados en el hecho de que el ganador está casado con una actriz de telenovelas. Aparentemente, según las críticas que he leído, el curriculum de esa señora no es lo suficientemente virtuoso para ejercer de primera dama de la república mexicana, y su invirtud estriba en que fue entre otras cosas Marcia Montenegro en Mariana de la Noche o Teresa Hernández García en Destilando amor; villana la primera, heroína la segunda. Yo por el contrario pienso que si una actriz que ha dedicado su vida profesional a representar y despertar pasiones decide incursionar en la política está tomando la más coherente de las decisiones. Un político se dedica precisamente a despertar en el pueblo afectos a los que luego no corresponderá, y a pesar de su inconsecuencia actúa como si no pasara nada o, peor, como si estuviera cumpliendo lo que prometió. Dicho de otra manera, hace de su ejercicio profesional un acto telenovelesco. En este sentido, sería igualmente coherente que los presidentes una vez que abandonaran su cargo, incursionaran en la actuación dramática porque su formación política sería un soporte sólido para el desarrollo de esta segunda carrera. No sé, a mí me parece que en los próximos seis años los mexicanos para entender, o mejor dicho sentir, los programas gubernamentales no necesitarán hacer un análisis sesudo, sino recuperar el acervo telenovelístico que en su país es muy nutrido.

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