16 de septiembre de 2010

El destino

La imaginación es siempre más grande que la vida. Algo así decía Bachelard. Curiosamente, ese exceso es más dócil para la comprensión que las formas exactas y bien recortadas que nos ofrece la realidad. Si alguien nos quiere hablar de un dragón, entendemos inmediatamente que se trata de un animal enorme, suerte de lagarto hipertrofiado, que tiene alas como las del murciélago con las que puede volar y, last but not least, que puede expulsar fuego por su hocico a voluntad. Este entendimiento automático de algo tan inverosímil se debe a que tenemos muy claro que los seres imaginarios no representan una amenaza para nuestra existencia. Entretienen y a lo sumo nos sirven para seguir imaginando cosas, pero hasta ahí; nadie de carne y hueso ha sido chamuscado por un dragón. Aun cuando es posible imaginar mil maneras de acabar con un adversario, la realidad mata, la imaginación no. Sin embargo, hay entidades imaginarias que se resisten a ser comprendidas con facilidad y que parecen intervenir de manera decisiva en el mundo real. Una de ellas es el destino. Creer que hay un supra-existente que rige el curso de nuestras acciones porque así lo ha decidido desde el principio de todos los principios, es una costumbre inveterada. Mientras que a todo dragón le llega su San Jorge y a todo cíclope su Odiseo, imaginamos el destino como algo ineluctable, ineludible, inexorable. Allí donde la realidad comienza a resultarnos adversa, nuestra comprensión acude a la peor sección de nuestra imaginación, es decir, a la idea de destino: las cosas son así porque tienen que ser así y nadie puede contra ello. Aclaro que uso aquí la palabra ‘ello’ a propósito. El destino es un ello sin sujeto pero con agencia efectiva. No es un alguien pero actúa voluntariamente. Esto de actuar es un tanto impreciso. El destino, más que ejercer una acción directa sobre nosotros, escribe y, prodigiosamente, lo que escribe se convierte en acto o, mejor dicho, en una cadena o red de acontecimientos. Su escritura es la que nos afecta. Es una forma extrema de enunciación realizativa. Lo cierto es que a veces el destino es un consuelo; otras, una maldición. Hay quien se gana la lotería, y hay quien tiene que ceder su cama al peor de sus enemigos. El destino, extremadamente previsivo, ora generoso ora retorcidamente cruel, siempre se las arregla para que lo uno o lo otro suceda. Hoy que me siento un poco harto de sus caprichos, pienso que hace falta imaginar su contraparte. Algunos creyeron que ese rol podía cumplirlo la Razón. Otros, menos metafísicos, creyeron que la voluntad. Ambos fracasaron y la plaza sigue vacante. Así que se escuchan propuestas.

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