16 de octubre de 2010

Epitafio

En septiembre de 1980, falleció el pianista estadounidense Bill Evans. Fue sepultado en Louisiana y, no sé por qué, nadie tuvo la gentileza de escribir para él un epitafio. En la lápida sólo figura este texto: «William John Evans; August 16, 1929; September 15, 1980». Evans estuvo muriendo lentamente porque así lo decidió. Durante poco más de 20 años fue adicto a la heroína y luego a la cocaína, y hay quien afirma que fue el suicidio más largo de la historia. Una úlcera sangrante, cirrosis del hígado y neumonía bronquial, pusieron fin a sus días justo en la ciudad que nunca duerme, New York. Quien desconoce estos datos biográficos (¿o debería decir tanatográficos?) y sólo ha escuchado la música de Evans, creería que era un romántico, un hombre que se dedicó a producir para el oído lo que los impresionistas producían para la vista. Un hombre así, siempre entregado a crear belleza, diría uno, tendría por fuerza que ser feliz. Aparentemente, no fue el caso de Evans. Me gusta pensar que en el otro mundo se ha topado con Tu-Fu, poeta chino del año 700 que pasa por inventor del epitafio, han trabado amistad y durante los largos crepúsculos del Limbo intercambian ideas  sobre cómo llenar el vacío de aquella lápida.

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