4 de septiembre de 2011

Narco

Hace poco mi familia y yo tuvimos que hacer escala en el aeropuerto Charles de Gaulle en Paris y trasladarnos de éste al aeropuerto de Orly, en la misma ciudad. Luego de pasar por inmigración y de recoger nuestro equipaje, caminamos por un pasillo donde dos hombres uniformados nos pidieron que nos detuviéramos. Solicitaron nuestros pasaportes y mientras los revisaban preguntaban de dónde veníamos, a dónde nos dirigíamos y qué haríamos al llegar a nuestro destino final. Uno de ellos mostró particular interés en mí y no creyó que yo fuera estudiante. Así que aparte de pedir mi permiso de residencia en España, donde en letras verdes y grandes dice «Estudiante», me pidió el carnet de la universidad donde estudio. Vio ambos documentos durante apenas unos segundos y acto seguido pasó por mi cuerpo y por sobre las maletas un artefacto que llevaba en las manos. Conjeturé que era una especie de detector de metales, pero me equivoqué, pues luego lo introdujo en otro artefacto que tenía una pantalla que inmediatamente indicó que algo andaba mal en mí. Acto seguido, el oficial me dijo que abriera las maletas. Pregunté qué sucedía y me dijo que había partículas de heroína tanto en mí como en mi equipaje, específicamente, en el equipaje de mi hija de 6 meses de edad. Abrí, pues, esa maleta, y a petición del oficial, también abrí las otras dos. Revisó y revisó y el artefacto seguía diciendo que allí había heroína. El oficial volvió a escanearme y el artefacto decía que yo tenía heroína en los bolsillos del pantalón que, a todas estas como en el caso de las maletas, no tenía heroína alguna. Mientras me escaneaba me hacía preguntas para confirmar sus sospechas, digo, para confirmar que yo era un narcotraficante: ¿Usted consume heroína? ¿Ha comido en el avión? ¿Qué ha comido? ¿De dónde trae esa maleta y a dónde la ha llevado? Al mismo tiempo, tocaba mi abdomen para ver si detectaba el alijo de drogas que esperaba encontrar porque, aparentemente, un hombre, su pareja y su bebé, todos latinoamericanos provenientes de México, eran un trío que encajaba perfectamente en su estereotipo de narcotraficantes. Además, su detector de heroína no podía estarle engañando. Luego de una media hora de revisiones y de preguntas, el oficial, evidentemente desconcertado, nos dejó pasar, admitiendo que no entendía nada de lo que había sucedido, pues si el detector decía que teníamos heroína la revisión tenía que haber dado como resultado el encuentro de heroína. Pero, como he dicho, no encontró nada porque no había nada qué encontrar (en toda mi vida solo he tenido contacto visual con la droga a través de la pantalla del televisor). Seguimos, pues, adelante tragándonos la indignación y sufriendo a regañadientes la indefensión del viajero promedio ante un tratamiento tan vejatorio. No obstante, no dejo de pensar que los protocolos de seguridad en los aeropuertos de aquí y de Latinoamérica, son una mierda: revisan al inocente y siempre sospechan de él, mientras que, como ya sabemos, la droga entra y sale de los países como Pedro entra y sale de su casa sin que nadie logre detener ni su consumo ni su comercio. A la pantomima de la seguridad habría que oponer la fuerza de la honestidad, aunque sepamos que la guerra del honesto siempre es una guerra perdida.

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